Abre las puertas de esta despensa...

De pequeño, mi repulsión irracional hacia el deporte, y mi obtusa tendencia a estar solo, propiciaron que mi deporte favorito consistiera en encerrarme en la despensa de casa, justo bajo la escalera.Tan confinado espacio, repleto de latas de conserva, pastas, legumbres y botes de Cola-Cao, fue campo de cultivo ideal para las semillas que mi imaginación derrochaba, como era propio a mis escasos años. Fui allí presentador, mago, científico loco y decorador del Un, Dos, Tres... Fui todo lo que quise en cada momento. En modesto homenaje a aquel cubículo preñado de ilusión, vaya este blog donde ser otras mil cosas, ahora que los años no son tan pocos...Abre la puerta y entra en mi despensa, tal vez, aunque sea por un segundo, tu ansia de curiosidad infinita sea, como lo fue la mía en su momento, saciada.

PS. Se admiten comentarios y crítica constructiva, al fin y al cabo es la mejor base para mejorar.



jueves, 2 de diciembre de 2010

Bajo las sábanas

La sonrisa de Virginia brillaba más que ninguna entre las de aquellos niños vestidos con demasiada formalidad para sus pocos años. Tú estabas al lado, simpático y sonriente también, tus labios pegados, al contrario que los de Virginia que revelaban hileras de dientes como toallas blancas tendidas al sol de la mañana.
Bajo la manta, se extendía el universo. Un universo átono de azules pastel y líneas difusas. Al este, en el extremo más oriental que formaba un cabo pequeño de abrupta piedra suave, el marinero esperaba, apoyado casi sin querer en la farola, su cuerpo en torsión blanda y sensual no pretendida, fumando un pitillo que colgaba de sus labios grana con una laxitud que invitaba al deseo extremo. Sus miembros dorados por la espuma de las sábanas y el sol poniente que anaranjaba sus mejillas púrpura con cien destellos de cobre hirviente. Su piel húmeda y blanca como la leche recién ordeñada, moteada en puntos oscuros que inspiraban no sé qué mapas a los ojos del explorador cautivo cargada de dorados pasajes de sal incrustada y soles ponientes…
Sus ojos, dos joyas grises hundidas en sombras fantasmales, envueltos en no sé qué negrura de pestañas salvajes. Escarabajos de pata inmóvil y brillo incrustado. Fantasías pulidas de mejilla sonrosada e imaginación caliente.
Virginia sonreía más que nadie en los cielos. Pero tu sonrisa no era vana, destacaba imponente sobre otras más de carrete y flash.
Entre los blancos cojines de naciente y las suaves rocas orientales de marineros aparcados en farolas blandas, islotes tremendos de recuerdo preso en libros blanquirrotos.
Compendio de lo bueno (y lo malo) acontecido durante la enfermedad larga (y corta) que acabó con tu vida. Aquél islote de pasta dura, blanco roto de adornos dorados en un barroco presuntuoso y hortera, anunciaba tu fuerza y tu desdicha como el faro que no existía a ambos lados del océano textil que separaba las orillas de ambos mundos.
El libro se abría a media mañana, mostrando apenas los trazos débiles que tus manos terminales habían trazado en bolígrafos desgastados sobre paquetes vacíos de suero o recetas caducas.
“Esta tarde me hizo una visita la ilusión… pero se quedó tan poco tiempo… de algún modo sigo teniendo fuerzas para seguir adelante, pero por otra parte… Dios, ayúdame, tengo tantas ganas de vomitar…”
“Esta mañana sonreí, sin saber bien por qué…”
“Al contrario de lo que todos dicen, qué cerca está el principio…”
No puedo leer demasiado en los suelos húmedos de estas páginas epílogas de tu tiempo. Mis lágrimas manchan todo y borran lo poco firme que quedaba de tus trazos. Y la barquilla de palitos quebradizos y papel reblandecido no resistirán las olas.
Yo había imaginado este mundo de invierno eterno. Un invierno gélido dónde ninguno pasa frío bajo las cobijas pesadas y calientes, dentro de casitas pequeñas y puntiagudas, donde la nieve resbala sin pensar y decora el suelo en mil formas imposibles. Un mundo de licores violeta que endulzan los pensamientos sin quitar su amargo poso de desesperanza infinita.
Sin embargo, me encontré con mares de tela, marineros esquivos y libros enfermizos que palidecían al pasar veloz de los segundos…
Virginia sonreía más que nadie, casi insultante en su alegría verdadera sin impostar- nadie sonreía así si no era impostado, falso, un posado ensayado para una revista barata, pero ella sonreía llena de certeza, al lado de tu sonrisa de dientes reservados. Al lado de tu sonrisa, ya ausente de por vida
El marinero ha cogido una cuerda gruesa que carga sobre la firme espalda de músculo rígido y venenos diluidos. Con las piernas separadas en un arco impensablemente erótico, tira del blanco roto de tus páginas que ya se hunden en la tela azul de las enaguas… no hay erotismo que pueda salvar tus palabras agridulces, pero el agua hierve en borbotones fucsia y el mar de algodón eructa tu espíritu mismo en forma de sonrisa difusa sobre los cielos de franela. Tu marcha, dicen ahora las estrellas de poniente, no debe traducirse en lágrimas vanas, sino en lecciones concretas de alegría vital.
Silencioso, el marinero suelta su pesada amarra tras de sí mientras sorbe el cigarrillo que cuelga inerte entre sus labios de grana viva. Otra farola ha crecido para su hombro amplio y se para, siempre en su postura sugerente, soslayando los ojos en diestra llamada carnal desde su cuerpo breve como un silbido, imponente como un anochecer en la arena.
Desde el otro mundo, allá en naciente, sólo veo en el cielo de rayas multicolor, la sonrisa de Virginia que brilla más que las demás. Tu sonrisa a su lado sin querer hacerle sombra. Qué hermosa lección de humildad, primo.
Espero verte al abrir los ojos, aunque ahora ya sé que siempre estarás conmigo.

domingo, 29 de agosto de 2010

Puertas

Siete puertas iguales
Todas abiertas, todas cerradas.
Siete puertas y diez mil incógnitas en la oscuridad.
Da igual el deseo,
Nadie de este lado.
Siete puertas iguales y los pies no se mueven.
Rezuman las rocas licores dulces de noche,
Amargos de hiel a la mañana,
Martilleos de cabecero inquieto sin razón.
La habitación era oscura
Con las ventanas abiertas
Y los pomos de las puertas,
Las siete puertas,
Parecían tan lejos…
El suelo tierno, pringoso,
Un fondo pensado que puede bajar más aún en su deleble
Inestabilidad onírica,
Un gozo machacado sin fondo,
Un gozo sin fondo,
Agujereado… un agujero en el hoyo,
Un piso menos tras cada piso
En el sótano.
Siete puertas iguales,
Diez mil interrogantes,
Seiscientas sensaciones,
Siete puertas por delante
Y en tus libros de texto, tan sólo preguntas,
Ninguna respuesta.

miércoles, 23 de junio de 2010

"El Indio"

Para aquél que tanto me gustaba, pero, por más que lo intenté, jamás llegó a cruzar palabra conmigo. Un beso, doquiera que estés.

Para la mayoría, pasa desapercibido, de mañana con la fresquita o a media tarde, con los cabellos dorados del mediodía sombreando su rostro, en aquel pequeño tractorcillo con el que a veces trabaja. Ahí enclaustrado como un canario en su breve jaulilla, apenas se le ve si uno no presta atención.

Aunque él, al contrario que los pajarillos enjaulados, no cante, algo parece llamarme desde su interior cuando pasa, despacio, Corredera abajo o camino al polvero. Para mí, Madre, lo último que puede pasar es desapercibido.

Se llama Sergio, me ha parecido oírselo llamar vociferando a algún obrero, pero en el pueblo casi todos le conocen como “El Indio”. Es bajito, más bajito que yo, en todo caso, pero le pasa como a esos perfumes tan caros… Es cierto, Madre, que sus rasgos tienen un algo de la América infinita que hace tanto pretendimos descubrir, de ahí el apodo. A mí se me antoja una mezcla de rasgada mirada azteca y pómulos de nativo norteamericano enmarcados en un rostro fuertemente mediterráneo y salado como ese mar que tan lejos queda; con el mentón y la mandíbula fuerte de esos griegos que pelean, o se abrazan, en las vasijas antiguas; que pasan la eternidad de pie cincelados en marmórea petrificación divinizada por la mano del hombre.

Nos encontramos, de manera fortuita, en una de las salas de espera del consultorio, esas pintadas de gris y amarillo que tanto huelen a catarro fingido y botecillos de alcohol, una mañana a primeros de verano. Ya no recuerdo hace cuánto. Por los ventanales, sin importar lo más mínimo los cristales, la fea reja de hierro, o el aire acondicionado, que ronroneaba como un gato cansino, el sol se colaba a calentar aquella estancia de pacientes sin paciencia, sudorosos, que tanto nos quejábamos de tener que esperar turno, aunque luego quisiésemos pasar todos media hora contando penas al médico, cansado del traqueteo de enfermedades diarias y algún que otro susto sin final feliz.

Verle allí, desnudo de maquinaria y sombras, hizo, no bromeo, Madre, que olvidase qué me llevaba hasta la consulta.

Dejé de oír la insoportable letanía de las viejas, y alguna no tan vetusta, sobre el calor, los viejos tiempos, la vecina que anoche, como tantas otras, había recibido la visita de tal o cual chico, los dolores de piernas que más parecían competiciones – si a una le dolía algo, la otra tenía algo que le dolía más - , los precios que estaban por las nubes, el abuelete que murió hacía unos días… hasta el mareo que era la causa de mi espera desesperada pareció ceder al verle.

Allí sentado, sencillo, con la vista perdida en no sé qué recuerdo o preocupación temprana, parecía la recreación carnal surgida de las ágiles manos de un imaginero sevillano. Tranquilo en su espera, impaciente por momentos. La mandíbula tensa en un perfil perfectamente recortado contra la pared blanca. Los ojos negros, inmensos en su estrechez cuasi afeminada, el labio perfecto, serio, provocativo, boca recién extraída de la madera noble de algún árbol milenario con el cuchillo blando, las cejas rotundas, definidas en gruesa amplitud masculina, breves trazos de pincel negro. Los brazos fuertes, redondos, perfilados como un boceto al carboncillo, las manos juntas surcadas en peculiar danza de venas entrelazadas. El amplio pecho, definido in extremis, como un duro cartelón que anunciase una valía sin nombre, el pezón travieso, tierno, rascando la piel de la camiseta en lujuriosa insinuación carnal, las piernas morenas, lisas, como un maniquí vivo amasado de clavo y canela en rama.

Estaba tan serio, tan concentrado en sus Dios sabe qué, sin mirar a nada o a nadie, y yo moría por preguntarle de lejos ¿Dónde estás? ¿En qué piensas?... ¿En quién piensas?

De repente, algún recuerdillo sabroso pasó por su mente y dibujó una fugaz sonrisa en aquel rostro de madera policromada. Mi alma dio un salto. Un escalofrío pequeño y agridulce me atravesó la sien… y volví a la sala de espera de las viejas, las nuevas, los enfermos, los fallecidos, y los muertos en vida… siempre sin dejar de contemplarle, como a esas obras de arte que nada significan para nadie y lo son todo para algunos.

Verle allí, y después, por consiguiente, verle – dónde quiera, daba igual – pasar caminando, o en su vespilla azulona, como el cielo que parecía prometer aquella sonrisa esbozada, doblando como el aire virulento de invierno la esquina de Las Monjas, o en aquella jaula para humanos que hacía surcos en la tierra parda, cubierto de polvo al atardecer, o bajo el cañizo cuando la Boda de Frascuelo, su cara ¡tan guapa!, azebrada de juguetonas sombras su fina estampa impecable , dejando su impronta en aquellas fotos del artista Francés que vino de paso… Verle fumar suave y rudo un cigarrillo al mediodía, tinto en barra, charloteando con los demás obreros, el negro infinito de su pelo corto acariciado a veces por una mano descuidada de sensuales dedos reptantes, verle caminar hacia el universo mismo imaginando lo que su ropa no dejaba ver a las claras…

Verle tan sólo, era como dar un mazazo a espacio y tiempo y quedar impregnado, en segundos eternos, de aquella juventud rebosante de exuberancia, de tanta virilidad concentrada en un ser tan pequeño al lado de ese Universo, pero capaz de ganarle el pulso y minimizarlo en cada epifanía… Verle significaba olvidarme de mí mismo y de todo y todos por esos nimios instantes, quedar quieto, vegetal y revoloteando por dentro, con mil pájaros de fuego dislocados golpeándome fuerte el pecho… Verle era divinizarle sin pretenderlo, extasiándome como los santos que decoran, grotescos, las hornacinas de algunas catedrales…

Tanto es así, Madre, que llegó a tomarme celos, cuentan, su novia… ¡A mí!

“Ese te mira mucho” - Dicen que le dijo alguna vez… no creo que llegue a saber lo que él opina de esos comentarios de zagalilla insegura... ¡Pero qué idea más absurda tener celos de un poeta que sólo vive de fantasías hechas papel entintado! ¡Es como temer que una de esas hojas desgajadas de un arbolillo en otoño destruya una estatua de bronce!

Para mí, en aquellos días de soledad vana, verle era un elixir de vida insulso, un placebo de sol para días grises de lluvia calada, una mentira a las claras que yo, turbiamente, me empeñaba en creer…

No andaré con más rodeos, Madre, ni poesía inintencionadamente preciosista y barata, lo diré con las palabras más claras que sé:
Pasa desapercibido, a veces. Se llama Sergio, pero en el pueblo todos le conocen como “El Indio”. Desde que le vi por primera vez tuve claro que se trataba de un pequeño frasco de perfume, antediluviano como nuestros albores y fresco como las amapolas de esta primavera. Para mí, no es más que todo aquello que siempre deseé y que tanto -¿Por qué, Madre? – sigo temiendo; la esencia perfecta de la virilidad concentrada en un hombrecillo de carne y sexo.

martes, 22 de junio de 2010

Hora de la Siesta

La hora de la siesta se desploma, culona y desganada, machacante, sobre los tejados y calles, inundando todo de un sopor efímero y una calor seca que nos caverniza en persianas bajadas y flotantes cortinillas de tela oscura sobre las puertas. Estancias umbrías en mitad de la calima.

Tiempo muerto en vida. Relojes derretidos sin Dalí.

Calle Alondra, árida y seca como el Atacama, silba inaudible una pequeña melodía de brisa caliente y quieta. No se oye un pájaro, un perro, un coche. Las criaturas duermen, o hibernan en el rigor del verano andaluz a la tenue sombrilla de una canal, un tejadillo, bajo los soportales, escondidas en la yedra o la adelfa florida.

En la habitación amarilla, una rajilla de limón encendido, robada al cierre persianero, asoma su cabezuela en dulce juego horizontal sobre mi testa enterrada en el cojín pequeño de la cama grande. Mi cuerpo, sudoroso de la hora desplomada, se abraza a su almohada, callada amante de noches incontables. Lo que guarde de estas tardes, tan parecidas a madrugadas de rota duermevela pasada, como vaticinó, tiempo ha, aquella poetisa andrógina, será sólo el sabor de un alma sola…

El suelo, desafiante, se mantiene frío en la cueva improvisada del mediodía, ahíto de pies descalzos y alguna gota de gazpacho perdida a los vasos. Parece tan alto el techo como una gaviota rara sin alas que desde arriba no grita… los párpados se hunden, el pensamiento es libre…

Calla el mundo afuera en apabullante sofoco dominguero. Dentro, al lado de la cama grande, la cunita chica, rebosando vida aletargada. Respira fuerte Minicé, ¡motecillos del cariño! Celia, mi Celia bonita, preciosa. En un sueño profundo de nuevas realidades descubiertas. Sus ojos, nuevos aún, chispeantes de vida estrenada apenas, ahora cerrados, tan dulces, que parecen emanar ellos el olor melocotón que envuelve a mi sobrinilla como un aura mística de cariño desmedido. ¡Hermoso trocito de existencia temprana! Cascabelea, hasta en su silencio siestero, de sonrisas pueriles y balbuceos que arrancan suave las nuestras cada tarde…

Papá ronca, como un gramófono al final del surco, cansado y profundo, en la habitación del fondo. Resopla mamá en el sofá largo de cuello incómodo, la tele encendida sin volumen en dislocado vaivén de figurillas absurdas e infernales, mudas a Dios gracias.

La hora de la siesta se desploma, desganada y culona, sobre la maraña de callejuelas calientes del pueblo blanco… y mi cabeza escribe, en su sueño aún despierto, todo aquel poema fantástico e irreal que mis dedos vagos jamás serán capaces de atrapar cuando vuelva a estar despierto…

sábado, 12 de junio de 2010

Elegía

Vaya esta humilde elegía a Panchito, uno de los burros del refugio que, tristemente, nos dejó hace pocos días.


Yo no sé si en el cielo habrá prados, Panchito. Tampoco sé si te pondrán la comida de mañana, triturada en blanda mezcla perfumada, con el cariño de las manos que aquí abajo lo hacían. Ni cómo será la comida de la tarde que tanto disfrutabas. Ni siquiera sé, Panchito, si los burritos van al cielo…

A ciencia cierta sé, sin embargo, que allá donde reside tu alma hace pocos días, tu pata ya no estará torcida, ni dolerán tus huesos, esos de los que jamás te quejabas. No necesitarás ayuda al levantarte, ni una singular capa para protegerte del frío.
Aquí abajo, Panchito, sabemos a ciencia cierta cuánto te vamos a echar de menos… tu cabezota suave asomando al pasillo del patio, tu hociquillo breve, curioso y blanco de pelo nevado, tus ojos como dos canicas negras investigando a los visitantes, tus manera dulce y tranquila.

Echaremos de menos tu paso sosegado, tu siesta contra el muro blanco de la casa, el tope suave de tu hocico cuando nos acercábamos, tus peleillas de juego con Trevoski… Él te extraña mucho, ¿sabes? No sabemos bien, pero todos creemos que es muy consciente de tu marcha y te busca cabizbajo por los recodos del prado, con un caminar desinflado, preguntando acaso a los burritos adyacentes si te han visto, con la certeza de tu muerte en el reflejo de sus ojos viejos. Trevoski te quería tanto como todos nosotros.

Yo no sé, Panchito, si en el cielo habrá prados. A nosotros, nos queda la satisfacción, al menos, de haberte acogido en este cielo pequeño que es vuestro Refugio, de haberte visto disfrutar de tantos días de sol, lluvia o nieve en compañía de tu inseparable amigo. Desde donde estés, sabemos que vas a cuidarle. Y tanto a él como a nosotros, nos quedará la enorme sensación de alegría de habernos cruzado contigo en nuestro camino.

Yo no sé si los burritos van al cielo, tampoco yo sé si habrá un lugar así para alguno de los que aquí seguimos caminando.

Si lo hay, viejo amigo, no hay duda de que un día, si alguno llegamos a ese lugar, podremos darte, de nuevo, un millón de abrazos.

Álex

Dedicada esta entrada a uno de mis mejores amigos, y una de las personas a las que más quiero en el mundo... ¡Cada día me alegro más de que en el corazón haya espacio para tantos de vosotors! Un abrazo para tí en particular, muchachote. recuerda siempre que eres grande.


A veces salía a caminar conmigo. En uno de mis arrebatos veraniegos por perder peso, que iban y venían como las fugaces tormentillas propias de la estación, se ofreció a acompañarme. Bien sabía yo, Madre, que lo suyo no eran las caminatas, ya fueran lo largas que uno quisiera prolongarlas por darles algo más de interés o efectividad. Lo suyo era el deporte, la carrera, la fuerza, la resistencia juvenil de un corazón incansable y unos músculos preñados de vida... No el tranquilo paseo de un poetilla de treinta y pocos. Mucho más agradecía yo entonces su paciente compañía en aquellas llanas caminatas anaranjadas de sol mortecino.

Yo le veía, desde la ventana, acercarse despacio a casa como una rotunda sombra chinesca recortada por el sol de la tarde que le envolvía como un halo envuelve a un dios griego. Tan hermoso era, Madre, tan irreal me parecía.

Recuerdo la primera vez que colisioné por dentro con aquellos ojos suyos de profundo aljibe verdinegro, en la fiestecilla nocturna que despedía a aquella señora inglesa, gordota y roja toda ella como una sandía abierta.

Casi sin querer, distraídos con el ir y venir de los que festejaban, mis ojos se posaron, primero, en unas piernas semidesnudas. Columnas romanas de tez aceitunada en roble macizo. Luego, al instante casi, en sus ojos, aquellos que jamás habían reflejado estas lánguidas pupilas mías… aquellos ojos, ecos acuosos de un alma esmeralda que alzaba la voz en tímidos susurros incongruentes de ilusión frustrada. Faros de luz albahaca emanada de irreales fondos marinos. El todo por la parte y la parte por el todo.

Jamás pensé en él como una persona que mirase. Sus ojos iban más allá. Álex te hacía nadar, supieras o no, en aquellos marecillos redondos de reflejo amazónico, te engullía con su mirada, como un torbellino de agua limpia de verde frescura, sin gula y sin prisa, arrastrándote hacia su noble profundidad sin ahogarte nunca… acunándote siempre con aquella sonrisa, blanco lienzo curvado en el marronzuelo limo de su piel tostada como la hora de la siesta.

Caminaba fuerte, como todo él. Seguro, decidido. Con una rotundidad limpia y fecunda, separando un poco las piernas en un contoneo masculinamente insinuado, exhalando hombría en cada poro de su paso firme.

“¿Qué jase?”

Espetaba las palabras en un dulce y divertido acento sin definición posible. A ratos, su voz se deslizaba suave entre los labios, vivos y granas como dos corazones superpuestos, tranquila y atenuada por una adolescencia aún cercana. En otras ocasiones, su verbo era atronador y sensual, abrazando los oídos con la fuerza de un plantígrado, imponiendo aún con dulzura cargada de trueno, el timbre seguro del hombre en el que ya se había convertido.

Parloteábamos de cualquier cosa, sin censuras, sin recelos, sin falsas intenciones, sin pretensiones escondidas, con la honestidad misma que usan los animales, que tan bien saben vivir sin palabras. Sin palabras a veces conversábamos, en silencios largos de paso arrastrado y mirada perdida.

Yo le notaba perdido, en ocasiones, en medio de esa seguridad varonil que en él parecía predominar, como un niño que se hace el fuerte para ocultar su terror a ojos de los otros. En esos momentos me habría gustado poderle servir de guía ¡Vanidosa pretensión la mía! Yo estaba, en cualquier caso, más perdido que él, pero sin darnos cuenta, uno junto al otro, pisábamos una senda común que unía nuestros espíritus para formar algo nuevo que nada tenía que ver con la carne, como algún idiota llegó a pensar. La gente que carece de vida propia suele jugar a inventarse la de los demás…

Sin saber cómo, me hacía sentir nuevo cada día. La explosión pacífica de una amistad fuerte que aflora tiene a veces en mí ese efecto. Mi pensamiento, mis sensaciones todas, volvían a mi adolescencia en riadas templadas de un dulce licor que me atravesaba dejándome cada vez más limpio. Renovado. A su lado dejaba a ratos de tener treinta y pocos, retornaba a los quince, a las vacilaciones de aquellas dudas hechas chaval… A mi primer amor… aquél amor que nunca fue… ¡Idolatría vana en rojos, canelas y azules!

Se perdía mil veces mi mirada en su ser idolatrado por la humildad de su belleza misma. ¿Cómo se podía ser tan bello y no albergar la menor pizca de vanidad? Supongo que ahí residía esa hermosura, en la simplicidad de lo hermoso no aceptado. En la complejidad de creerse la nada cuando se es un todo infinitamente perfecto… ¡Qué raros somos los humanos, Madre!

A veces salía a caminar conmigo. Qué tardes eternas de caminata anaranjada y violácea como el ocaso mismo, qué ojos acuosos de charca viva, qué caminos de amistad tan sincera…

A veces salía a caminar conmigo, Madre Luna.

Pero bien sabía, a la noche, que nuestros pasos habían de divergir pronto… en esas noches, tú lo sabes mejor que nadie, cuántas lágrimas han caído, tristes, desganadas, por lo que no podía ser y por la certeza, agradables, comprensivas, de que la vereda de su felicidad estaba, irremediablemente, separada de la mía…

jueves, 27 de mayo de 2010

Jueves Sin Agua

La aurora rasga potente y radiante el papel oscuro de la madrugada. Diez mil golondrinas, oscuras mañaneras ruidosas, juegan a pelear entre gorjeo y grito de teja en teja. Ya hace calor, a pesar de la hora. Un velo grana de lentejuelas doradas se va esparciendo suave sobre el pueblito, medio despierto, rozando apenas azoteas y tejados, preñando todo de púrpura.

No me apetece levantarme. El colchón me abraza con no sé qué fuerza de amante insatisfecho, rogándome que no me vaya aún. La vocecilla obcecada de la obligación me llama desde un recóndito rincón del alma… desde los edificios, las montañas… tan lejana parece.

Mis ojillos se abren despaciosos, con difucultad, como la boquita de un niño que rechaza más alimento, igual de sucios por el sueño recién interrumpido. Necesito una ducha que me abra del todo ojos y demás sentidos.

Bajo la escalera, zombi, maquinalmente, pisando casi el desorden que a sus pies he logrado amontonar en meses de descuido y enfermedades imaginadas. La pintura repelada de cada rincón de la estancia me recuerdan trabajos por hacer y un invierno de agua interminable filtrándose a través de los muros como a veces la tristeza traspasa un corazón caliente. También el patio es un caos descontrolado de tareas congeladas por el diluvio invernal, aderezadas ahora con espontáneos jaramagos, malvas y otra flora silvestre que nadie ha sembrado.

Necesito una ducha. Mi cuerpo desnudo, velado entre mis ojos legañosos y el espejo, es un guiñapo blancuzco manchado de vello ceniciento. Nunca me ha gustado verme reflejado si no era a voluntad propia, menos aún con esta desnudez temprana sin fuerza. Giro el grifo. Un gruñido sordo como la carraspera de un abuelo anuncia lo que menos necesito: No hay agua. Una vez más.
Ayer pasó, lejana entre los edificios, la voz cascada de un altavoz que anunciaba quién sabe qué. El tapicero, supuse, o un vendedor ambulante cualquiera que no se dignó subir callejuela arriba por donde está mi puerta. Ahora puedo imaginar lo que pregonaba la voz enlatada del megáfono, un corte del suministro de aguas. Como tantas veces.

Hay que improvisar, pues… pero no me queda agua embotellada, y lavarme con zumo de naranja no me parece lo más recomendable. Desodorante en axilas y medio litro de gomina en mano me recuerdan que, a pesar de los años que ya corren, hay veces que resulta como si Fuente se hubiese estancado, como el agua turbia, tesoro de aves exóticas, de su famosa laguna, en un tiempo que ahora queda lejano.

“Todo tiempo pasado fue mejor”. Tal vez por eso, más que fastidiarme, este tipo de incidente tan regular, suele pintarme una sonrisa en el rostro: puedo volver atrás sin máquinas del tiempo hechas de fábula. Además, ciertas carencias puntuales, como algunos excesos, dan doble valor a sus opuestos. “Al mal tiempo, buena cara”.

domingo, 16 de mayo de 2010

Perfume

Con tu perfume en el alma,
Con tu palabra en mi oído,
Con tu imagen en el agua,
Con mi olvido en el olvido.

Con la lluvia en los talones,
Con la primavera al frente,
Con un as de corazones
En la manga del presente.

Con tus ojos en mi sueño,
Con promesas de papel,
Con rosas sin remitente
Desde un jardín de Babel.

Con la ilusión del iluso,
Con la sonrisa agridulce,
Con la incertidumbre oscura
De un “no será” a todas luces.

Con tu cuerpo inenarrable,
Con flores tras el cristal,
Con el cabello alisado
Por las sales de tu mar.

Con tus memorias eternas,
Tu pilar de convicciones,
Con juventud en las ideas,
Con bailes en los salones.

Con arena en los bolsillos,
Con cemento en los zapatos,
Con polvo sobre los libros,
Con la piel bajo candado.

Con tu perfume en mi alma,
Tu nombre sobre mi frente,
Con mis ganas de ganarte,
Contigo entre tanta gente…

Hasta Pronto

Cuando te fuiste para emprender la vida que querías, niño de mi alma, sólo un regalo podía hacerte, mis palabras. Vayan aquí como recordatorio. Sabes que te quiero siempre.

Hoy que te marchas, niño, quisiera darte
Una sonrisa fuerte para guardar,
Semillas resistentes que despertasen
Esa costumbre de amarte
Que aún no sabes cultivar.

Un piropo sencillo que te creyeses,
Un espejo que nunca temas mirar,
Un corazón repleto de exquisiteces
Desbordando sus paredes
Inundando las demás.

Una palabra simple que cale hondo,
Un aliento de fuerza para seguir,
Un poema profundo como los pozos
Verde agua de tus ojos
Que hoy me enseñan a reír.

Una mano al borde del precipicio,
Un apoyo en el muro que has de trepar,
Tres gerundios por cada participio,
Un verso blanco sin ripios,
Una brújula en el mar.

Una peli de risa, un videojuego,
Un sofá que amortigüe cualquier desliz,
Un “hasta pronto, amigo”, un “hasta luego,
Ojalá encuentres tu imperio,
Tu lugar, tu emperatriz”
.
Un recuerdo agradable que nunca olvides,
Un silencio preñado de comprensión,
Un hombro de lágrimas juveniles,
Un invierno y veinte abriles,
Dos trozos de corazón.

Aunque te marchas, niño, quisiera darte
Todo aquello que sé que no puedo dar,
Déjame al menos mil gracias hoy regalarte,
Porque pude acompañarte
Un trecho en tu caminar.

Amor

Escribí este poemilla para la boda de unos amigos a la que no pude asistir, ahora lo publico aquí, por si a alguien le resulta distraido leerlo.

Que este amor sacuda los pilares de la tierra,
Que destroce suavemente los cimientos de la razón,
Que alumbre su calor los techos del mundo,
Que vuestra cabeza sea toda corazón.

Amor de la pasión en la ternura,
Amor de libertades compartidas,
Amor sin sombra, amor a todas luces,
Amor de sentimientos hechos vida.

Amor desde el respeto, amor paciente,
Amor del egoísmo desterrado,
Amor que no sucumbe a amor ausente,
Amor en flor durmiendo aquí a tu lado.

Amor de almas gemelas hechas carne,
Amor de los espíritus hermanos,
Amor por los recodos del camino,
Amor de los finales exiliados.

Amor que no transforma las esencias,
Amor que os enriquece mutuamente,
Amor que no coarta la existencia,
Amor que se renueva y no perece.

Amor que no moldea caprichoso,
Amor que te construye mano a mano,
Amor que te desnuda beso a beso,
Amor que te conversa labio a labio.

Amor de hierbabuena y caramelo,
Amor de lo común por lo diverso,
Amor de la almohada de tus brazos,
Amor de prosa suave en cada verso.

Amor de cada lágrima enjugada,
Amor de no me importa en qué momento,
Amor de no me basta con la vida,
Amor de no me sobra ni un exceso.

Que siempre os encontréis en la palabra,
Que siempre os apacigüe una caricia,
Lámparas de esperanza en vuestra casa,
Reyes de corazón en vuestros días.
.

martes, 11 de mayo de 2010

Profecía Autocumplida

Me regaló una rosa al tercer día, la primera. Los demás no tuvieron ese detalle, ni el tiempo, supongo.

Pequeña, hermosa, perfecta. Sin tallo, sin espinas, sin hojas, blanda, casi carnal, perfecta. Preciosa, pequeña. Lo pequeño es enorme. A veces, lo pequeño es tan ingente que no encuentras manera de envolver tu gratitud, o devolverla. Y no la envuelves ni la devuelves, la expresas. Es así como lo pequeño se hace casi eterno. Son altas las torres que han caído y sólo un insecto puede sobrevivir a un cataclismo.

Nos expresamos a besos aquel tercer día. Nos regalamos besos desde entonces, los primeros que siguieran a una rosa. Los demás ya no contaban, espejismos de tiempos añejos que quién sabe si existieron.
Dos mil besos, siempre regalados. Los de compra y venta saben a hiel sobre ojeras. Nuestros besos, regalados, largos, improvisados, tiernos, duros, ácidos, corrosivos a veces, rudos, suaves, salvajes, siempre de dulce regusto en el paladar. Besos boca a boca, besos con la mirada, besos en el coche, besos desde la ventana cuando te marchabas, besos por teléfono y besos en sueños. Besos regalados, besos de rosa carnal, de detalle a tiempo, perfectos. Pequeños, eternos.

Me regaló una rosa al tercer día, la primera… ¡Tan frágil! Le busqué un trono digno a aquella reina menuda. Una copita diminuta de cristal con un sorbito de agua…¡Tan frágil!

Semejante fragilidad me compungía, no podía durar. Una florecilla tan breve, sin tallo, sin hojas, sin espinas… ¡Tan indefensa! Una vida en miniatura nadando apenas en un sorbito de cristal líquido, ¿Qué esperanza albergaba? Yo, sincera, resignada, amargamente, le daba cuatro días. Me puede el pesimismo, lo confieso.
Me impliqué sin embargo, para hacer que esos cuatro días fuesen de eterna belleza para aquella preciosidad de pétalo firme. Pretendí, de algún modo, hacerla perdurable. La fotografié hasta la saciedad, tal vez, como decían antaño, robando un poco del poco espíritu que podía alojar tan nimio continente. La senté con cuidado en su tronito de vidrio al lado de la lámpara de sal, regia de calidez serena, junto a mi cabecera. Sería allí feliz aquellos cuatro días. Contemplando los besos, las caricias, las palabrillas sinuosas que filtraban nuestros labios durante los amores buscados. Perfumando el aire cargado de pasión desatada con una fuerza más sutil, más sencilla y tranquila. Calmando mis ojos cansados si aquella noche no estabas con su exuberancia contenida.

Se sucedían los besos, los encuentros, la carne preñada de almas enlazadas, los dedos navegando cuerpos… Ella sonreía desde su pedestal transparente, siempre vibrante, radiante, enérgica en su muda quietud. Se sucedían los días; más de cuatro, más de seis, más de ocho… La rosita parecía alimentarse de no sé qué materia inexplicable. No mermaba en su copita, no palidecía, no perdía firmeza… sus mejillas estallaban en rojos lacerantes como las nuestras antes del orgasmo de cada momento compartido… parecía un milagro. Y sentí miedo.

Sentí miedo porque los milagros me sugieren no sé qué desazón de profecías por descifrar. Sentí miedo porque, por una vez, la profecía estaba demasiado clara. Como la rosa encantada del cuento que siempre amé, mi tierna rosita, mi reina menuda, moriría con aquello nuestro, aquel acercamiento mutuo aún sin bautizar. La idea misma, al cobrar forma en mi pensamiento, me pareció absurda… ¿Por qué iba a durar aquello lo que durase una rosa cortada? Pero sentí miedo.

Pasaron dos semanas, tres, cuatro. Momento tras momento, encuentro tras encuentro, despedida tras despedida, llegada tras llegada.
La reina menuda seguía fuerte, viva, omnipresente… ¡Era casi imposible! Toda lógica sugería que haría semanas que habría desaparecido. Ella seguía firme, rotunda, más vital si cabe, desafiante, haciéndose más presente en el dormitorio que cualquier pieza del mobiliario, inundando todo con su presencia chiquita, delicada y atronadora a un tiempo.

Cuánto más duraba, más se afianzaba en mi sien que, si un día ella se marchitaba, también lo harían los besos dulces, los abrazos largos, las sonrisas azules… Pero ella seguía viva, sin mostrar signos de decadencia en absoluto.

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La rutina pesa, el trabajo pesa, la dedicación pesa. A pesar del cariño estrenado del que abusábamos, la vida, como es lógico, no podía reducirse a aquellos maravillosos momentos. Seis semanas después, el teléfono sonaba menos, los encuentros se hacían menos frecuentes.

No había tensión, ni fricciones, ni discusiones absurdas, ni pocas ganas de tenernos, nada negativo que pareciese empañar los cristales de aquel acercamiento sin nombre. Los encuentros, aunque algo más escasos seguían impregnados de aquel no sé qué que los mantenía con vida… y la pequeña flor, increíblemente, tantísimo tiempo después, seguía fresca como el tercer día. Como profeta, pensé, no tendría futuro. Ni la flor se había marchitado, ni daba señales de pretenderlo, ni aquello nuestro parecía tener un final inminente.

La rutina pesa, el trabajo pesa.

Pesa y demanda, y en aquella ocasión, seis semanas y media después, me demandó ausentarme una noche. Decidí dejar a la reina en su trono. A su edad, y a pesar de que las horas no parecían pasar por ella, estimé inapropiado someterla a un viaje tan largo en distancia, tan corto en el tiempo.

La dejé tranquila, sonriente como el tercer día, y le regalé un beso al irme. Los besos saben mejor regalados. Los de compra-venta saben a hiel sobre hojuelas. Pareció hacerme un guiño cómplice al dejar la habitación. También yo sonreía.
El Trabajo pesa quintales. Reuniones, pajarracos de altos vuelos y garra presta para arañar bajos fondos, sonrisas forzadas, desnudas de esencia, palabreo altisonante, preocupaciones triviales, gráficos sin sentido y cuadernos repletos de garabateo abstracto para distraer al sueño… ¿Y los besos? Aquél día no hubo besos por ningún lado… y no era el primero de aquella semana… ni por teléfono, ni tan siquiera en los sueños… ¿Y los besos? Duele mucho que un beso se ausente del sueño.

Algún sueño extraño debió despertarme aquella noche de hotel rancio y me apresuré a comprobar si algún beso se habría colado en forma de mensaje de texto… nada… Algo me dijo que debía llamarte, que tal vez, después de todo, parte de la profecía ya estaba cumplida.

No me equivocaba.

Me puede el pesimismo, y no me faltan razones. No me sorprendió la noticia. Ni un ápice. Ahora compartías tus momentos, tus besos, tus regalos, con otra persona. Hacía algo más de una semana. Quisiste decírmelo y no pudiste. De algún modo, asegurabas, algo vivo te ataba a mí. Me pedías unas disculpas que no eran necesarias.
Te liberé de ese lazo con una sonrisa. Ni un reproche, ni una palabra más alta que otra. ¿Para qué? Daba lo mismo, en serio. Compartimos una fábula hermosa, tierna, pasional, pero tú ya no querías formar parte de ella. Yo ya no podría regalarte besos, tampoco comprártelos o vendértelos. Alquilártelos sería una aberración, me sabrían a vómito.

Si no deseas estar a mi lado, ¿Qué sentido tiene pretender retenerte? Te liberé de ese lazo con una sonrisa y un sincero hasta siempre. Aquí me tendrás si me necesitas.

Sin saber bien por qué, volví a casa aquella misma tarde con un cierto alivio en el corazón, y un punto agridulce en el alma. Cabizbajo, pero con una sonrisa en los labios.

No me sorprendió nada, ni un ápice, llegar al dormitorio y hallar, junto a la lámpara de sal, derramado alrededor de una copita de cristal, el cadáver árido y seco, los rastros apenas, de una rosa que fue.

Despojos de una rosita preciosa que, a juzgar por su aspecto, llevaba semanas muerta.

El pesimismo me puede; profecía autocumplida.

PS A aquellos que hayan supuesto que la rosa de la historia es la rosa de la foto, les diré que suponen bien...


miércoles, 5 de mayo de 2010

Viaje en Tren

En el cristal de arriba,
todos boca abajo.

Unos duermen,
otros sueñan.

El chico de labios carnosos
ardiendo bajo su piel de ébano
lijada de sol y arena,
hombría de pelo negro
y pupila oculta.

El latino oscuro de los ojos gris prestado.

La Chica de las cejas pre-púber,
pre-cera, pre-vanidad adquirida.

La señora que revive,
semiurbanita,
travesaño a travesaño,
países que ya no son.

El ridículo espantajo
que procura aprisionar,
en vano, por supuesto,
la paloma de la juventud
que tanto hace
alzó el vuelo.

La pequeña que, rendida al sueño
ya dejó de preguntar
si habíamos llegado.

El mafioso de mirada celestial,
sibilina,
odio carnavalesco en los humores gris perla
que le anuncian a distancia.

El vaquero ajustado que insinúa, que grita
excitado sin dejar ver,
sin dejar de exhibir
pliegues inguinales
de erostismo sin destilar.

La uña sin cortar
en el meñique,
cuyo significado ignoro.

El campo parado y quieto
mientras volamos
sin prestarle atención,
la nube preñada de amor líquido
buscando consuelo
en un risco desolado...

Y yo entre tanto,
entre aquí
y un poco más allá,
con la cabeza dando vueltas,
pensando, tan solo,
que solo quiero
seguir vivo
para poder seguir cantando,
aunque sea
a un viaje en tren cualquiera...

Cuentos

Cerró de un carpetazo
el libro de cuentos
y comprobó, contrariado,
que las casas
no acababan en triángulo,
ni tenían ventanas redondas,
las casas eran planas, cuadradas...
y las puertas,
rectas.
El tejado,
sin tejas.

En su pueblo
no había bosques,
no encontraba arbustos siquiera,
sólo el movimiento incierto
al viento de la tarde
de los olivos quietos,
su marcha draconiana,
militar y ordenada,
en verdes viejos
de soldado oleico
por la paz.

En las páginas cerradas de aquella fábula
ninguna niña
vestía con caperuza.
Aunque los lobos hablaban,
y los cerdos
construían,
las princesas no encontraban al galán
por un zapato perdido
y besar a una rana...
era de enfermos.

Fuera de aquellas tapas de cuerecillo multicolor
el mar quedaba lejos,
los barcos colgaban de las paredes
o en alguna estantería,
los palacios eran mentira,
el pelo más largo apenas
llegaba al culete de Silvia
y no conseguía imaginar
el rostro de una chica
blanco como la nieve...
Allí jamás nevaba...

¿Qué era una Madrastra?
¿Qué era una hermanastra?
¿Porqué al final, simpre, invariablemente,
Alguien resultaba muerto?

Dejó caer, contrariado,
al suelo el libro de cuentos,
no le gustaba ese mundo,

el mundo, su mundo,
era, sencillamente,
otro.

jueves, 29 de abril de 2010

Agua de Mayo

Se me empapó este Abril de agua de Mayo.

Florecieron espontáneas
en las aceras de fachada altiva
y ciudades ignotas,
personas grandes de humildad inmensa.

Los besos escondidos
bajo el hormigón
de la carretera abandonada
brotaron en silencio sin testigos.

La brújula perdida del niño iluso
de los ojos verdes
no estaba en los bolsillos, los cajones
o detrás
de las puertas.

La arena de antaño, preñada de ilusión
y proyectos,
amontonada en el jardín vacío,
dejó de agonizar bajo la vieja mortaja
de plástico arrugado
y lluvia insípida.

Parían las casas de cartel encendido
almas danzantes
en alegre estupor inducido.

El niño iluso de los ojos verdes
observaba incrédulo
el crecimiento entre las losas yermas
de cuatro yemas
inesperadas.

Cuatro pilares de brazo fuerte
en caso de caída
Cuatro almohadas de hombro arrimado
para las lágrimas.

Diez mil sonrisas con que alentar
las alegrías,
Infinitas bromas seriamente
improvisadas.

El niño iluso de los ojos verdes
que miraba la vida desde un agujero sin ventanas,
Un paraguas cerrado,
y una puerta entreabierta,
se percató de que,
de pronto,
Abril se le empapó
de Agua de Mayo...

Un beso a los cuatro

martes, 13 de abril de 2010

No Hay Razón

Dame una razón
Para no sonreír al sentir la almohada
De nuestras tardes de amable multitud,
Para no recordar con ojos brillantes
Tus ojos risueños.
Dame una razón
Para no despertar sumido en la alegría
De un futuro próximo
Junto a tu presencia.
Dame una razón
Para no ir por el día
Murmurando canciones que tú y yo adoramos
Susurrándole al viento
Que las sople a tu oído.
Dame una razón
Para no beberme el sol de la tarde
Reflejado en tu carilla
De chaval travieso.
Dame una razón, si puedes,
Para no musitar palabras dulces,
De caramelo blando, al derretirse el sol…
Dame una razón,
Para no estar alegre
De solo pensarte
Aunque dormites lejos…
Dámela,
Aunque bien sé que no puedes
Por una razón sencilla,
No me la darás…
No existe esa razón.

sábado, 6 de marzo de 2010

Apuntes

Apuntes.

Ya se fue la chica de bufanda arcoiris,
La calle loca de viento impertinente
y gotitas insidiosas.

La chica de comedias sonríe en la revista,
el cuaderno manchado del aceite
que rompió tu ayuno.

Un ángel que no está en venta espera en su tienda,
adornado de vida propia
y artículos de regalo.

El chico de negro no es guapo
y rezuma inocencia apuñalada,
sus labios no estallan de puro pudor.

Apuntes.

El chico que murió sin renunciar al dolor
sigue bailando en tus fantasías
de adolescente.

El crápula de la voz cascada
sigue pariendo versos a través de un altavoz.

El camarero bajito se intuye apenas
tras la barra,
su sonrisa sucia, sincera,
untando el local a rachas
de momentos tierniduros.

Apuntes.

El vaso de café está casi tan vacío
como tus noches
de catre huérfano.
El pan pide sal a la vida.

Cae al suelo el bolígrafo,
restallando en los tímpanos del verbo escrito
su tacto plástico de antaño.

El chico de la cojera cobra
muy caras las paradas.

Algún idiota esconde
campanarios calizos
tras políticas locales...
Marujas de corbata y peluquería.

La sangre no lava tu ropa,
la honra es un término en desuso,
dilema de academias...

Apuntes.

No vuelve la chica de bufanda arcoiris.

Tú hace rato que tampoco llegaste.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Te Busqué

Te busqué en los recodos marchitos

De amores a solas,

En el hueco marfil, laberinto

De las caracolas,



En la tarde que no difería

De cada mañana,

En muñecas de trapo desnudas

De piel porcelana,



En pasillos a ninguna parte

Que horadan el seso,

En un libro, un poema, en el arte

De darnos un beso,



En cazuelas, en ollas, en voces

De acero apagadas,

En cochuras, en ebulliciones,

En almas montadas,



En la música rota de un hombre

Que plancha sus miedos,

Supernovas quebradas de soles

Que nunca nacieron.



Te busqué en un gramófono sordo,

En un disco sin surco,

En el cuerdo discurso del loco

Que vive desnudo,



En las notas agudas que escapan

De un limón helado

Ensartando las sienes de agujas

Por todos los flancos,



En los actos primero y segundo

De “Farsa Macabra:

Soliloquio de Dos Trotamundos

Que Quieren y Callan”



En un sueño, en un vaso, en un beso

A nivel sin barreras,

En el fondo, clavado en el centro

Del mar de las fieras,



En violáceos ladrillos mojados

De tierras extrañas,

En las huelgas de ojos abiertos

Contra las legañas.



Te busqué en ediciones facsímil

De mis sentimientos,

En valientes que anulan milicia,

Cuartel y sargento,



En los cutis marrón cordobán

De arruga exiliada,

En gamberros a lo Peter Pan

Violadores de hadas,



En cantinas de apunte y cafés,

Cartabón sin escuadras,

Líneas rectas cuadradas sin regla,

Lecciones de barra.



Te encontré en dos canicas de agua

Color avellana,

En las ganas enormes de no

Quedarse con las ganas,



En el rojo sangrante sin sangre

De un polo ajustado,

En vaqueros azul asfixiante

De muslo apretado,



En insomnio despierto a conciencia

Aquel uno de enero,

En jarabes contra la inocencia

Bebidos a pelo,



En abrazos de almas hermanas

Que no son familia,

En la muerte siempre celebrada

Del mal de la envidia,



En la cruel vacación del arresto

En tu domicilio,

En la triste canción de los muertos

Que piden auxilio.



Te busqué, te encontré, mas resulta

Que nunca te tuve

Y hoy te escribo bañado en un sol

Mutilado de nubes…

No Lo Sé

Herido de la hora

De la siesta,

Entre un telediario

Y un café,

Entierro de edredón

E ideas sordas,

Orgasmo imaginario

Que no fue,

Oí un sollozo amargo

Que a mi lado

Decía entre suspiros:

No lo sé…



Volví mi rostro aojado

entre las mantas.

Sentada sobre ellas

Pude ver

Mi alma

Que gemía entre silencios:

No lo sé…



¿Qué te sucede, niña?

¿Por quién esos suspiros?

Pregunté.

Sus ojos infinitos

de fantasma

Responden sin pensarlo:

No lo sé…



Miraba sin mirarme

Aquel espectro,

Que hablaba sin hablarme,

La toqué.

Pestañas en riada

Lamentaban:

No lo sé…



Extiende extremidades

Inventadas,

Aprieta contra mí,

volátil sien…

¿Podrás salvarme tú

que me condenas?

Responden medio ahogadas

Mis palabras:

No lo sé…

Cuestiones Blindadas

Qué de iniciales tiene este abecedario,

Cuántas canciones tiene este recital,

Cuánto amor no explicado en el recetario

Del cariño paso a paso

Que nunca llegué a comprar.



Qué de vértices tiene este tetraedro

¿Cuántas combinaciones salen de aquí?

Qué matemática la del sentimiento,

Números pares enteros,

Ecuación por reducir.





Qué juicios de valor a puerta cerrada,

Cuánta emoción guardé en el congelador,

Cuántos cojos de alma dando patadas,

En aceras desgastadas

Al paso del desamor.



Cuánta lluvia de sol esta primavera,

Cuántas moralidades por cuestionar,

Cuántas ideas viejas que se hacen nuevas,

Cuánta manta y carretera,

Cuántas cartas por echar…



Qué años retrocedidos de un solo beso,

¿Cuántos nombres cabrán en un corazón?

Cuánta lágrima ardiente guarda el deseo

En las yemas de unos dedos

Que no te han dicho que no.



Qué adivinanza adulta de ojos de niña,

Qué cabello tan alto aún por trepar,

Rapunzel se cansó de estar recluida

En una torre sin vida

Sin puertas de par en par.



Qué fuerte detonación por interrogantes,

Cuánto futuro incierto por conjugar,

Ir hacia atrás es igual que seguir p’alante

Caminando por la calle

De No Sé Qué Contestar.



Qué de ilusión implicada en cada detalle,

Cuántos pellizcos fuertes a la razón,

Qué poquito mandan los navegantes

Si el patrón que les atañe

Manda con el corazón…



Para alguien que lo está pasando mal y bien a un tiempo, y a quien estas cuestiones se le aparecen blindadas y casi sin respuesta. Tú sabes quién eres.

Alegría

Felicidades que no caben en poemas

Sonrisas que abrasan el papel,

Aguas bravías de salto de presa

Furias amables por no contener



Límites derruidos de alegría

Pálpitos de línea insuficiente,

Ánimos de adiós melancolía,

Marchitas depresiones sonrientes.



Amaneceres de explosión sorda,

Renaceres de ceniza almibarada,

Entierros de tristezas que se ahogan,

Licores de alegrías destiladas.



Pálpitos que anuncian primaveras,

Calores que proclaman el verano,

Otoños de agua clara en las aceras,

Inviernos de edredones enredados.



Renglones de sentencia aligerada,

Sesudas charadas irrisorias,

Angustia que ya no pinta nada

Exiliada en un rincón de la memoria.



Trompeta atronadora en estas sienes,

Albricia consumada en los bolsillos,

Mal pisoteado por los bienes,

Abrazos al amante aún dormido.



Gemidos de placer a fuego intenso,

Pucheros de contento en el fogón,

Postre a carcajadas entre besos,

Obertura en sol mayor de corazón.

He Crecido II

He visto almas de uniforme,

He aguado ojos encendidos,

He dado a luz aunque soy hombre,

He crecido.



He barajado mis opciones,

He sopesado y decidido,

He asimilado mis errores,

He crecido.



He conocido tierras nuevas,

Hasta de un burro he aprendido,

He pateado mil aceras,

He crecido.



He castigado a cien Don Juanes,

He despintado coloridos,

He perdonado a los rufianes,

He crecido.



He canjeado mis cupones,

Resucitado lo vivido,

He conjugado mis canciones,

He crecido.



He saludado amaneceres,

He despertado anochecido,

He madrugado atardeceres,

He crecido.



He conversado con un ángel,

He profanado lo divino,

Pecado in nomine Pater

He crecido.



He lamentado poca cosa,

He aprovechado lo sentido,

He mantenido virgo rosae,

He crecido.

Amanecer

Abrió los ojos la palomita, y aún estaba oscuro.

Hacía frío por todas partes y estaba oscuro todavía.

La palomita movió espasmódicamente los párpados oxidados y se percató del oscuro que la sepultaba.

El frío aún entumecía sus alas tiernas. Sonaban en la distancia ruidos amortiguados por la oscuridad. Confusos. Una campana en una torre, un gallo en un corral.

Abrió los ojos más la palomita. Intentaba penetrar la negrura sólida, sórdida y extraña que aún la sepultaba.

Cada vez más cerca, cada vez más fuerte, colábanse los sonidos entre la espesura. Abriendo los ojos, empezó a comprender la palomita.

Amanecía en derredor, pero el sol aún no se veía. Los signos sin embargo, eran inequívocos. Las campanadas de la torre, el desgañitado canto del gallo, el olor a rocío entre las piedras.

Aún estaba oscuro, a pesar de los ojos abiertos.

Saludaba ya la torre los primeros hilos de color naranja madrugador. Restregaban los zagales sus legañas entre bostezos, corrían los perros por la calle a trote suave. Todo se despertaba en derredor. Dentro, sin embargo, seguía oscuro.

Separaba a conciencia la palomita sus párpados oxidados, reuniendo las fuerzas que creyó extinguidas durante la noche. Noche mal dormida en aquella loma desierta, sobre aquél árbol muerto y quebradizo, que tan recio se le antojó en la confusión del crepúsculo. Separaba a conciencia los párpados…¡Le costaba tanto ver! Cerró los párpados en un quejido sordo

La noche había sido larga, insidiosa, extrañamente atípica. Abrió los ojos la palomita una vez más… ¡También ella quería amanecer!

Respiró fuerte a través de su piquillo mojado y breve. Notó cómo se inflaba entera, cómo se desperezaban sus alas tiernas de junco temprano. Tomó conciencia de su despertar difícil, y esperó.



Esperó…



Volviéronse a un tiempo todas las caras hacia la loma yerma del árbol muerto. Un estrépito de inmensos cristales rotos invadió los corazones.

Saltó en pedazos, volando en cada dirección, la sepultura negra de oscuridad fría. Un ruido inmenso como la música del cielo clavó a todos en sus sitios. El pregonero dejó su griterío, el perro cesó su ladrido, la viuda cesó su llanto impostor. Y en medio del estruendo se forjó un ensordecedor silencio de alma nueva. Despertar tranquilo. Amanecer poderoso.

Volvió a romper el silencio un ruido, mayor si cabe, que los anteriores. Un ruido de alas tiernas desplegadas. Alas rotundas como montañas. Alas inmensas. Alas infinitas.

El fragor de aquellas naves eclipsó por un instante al sol. El pueblito quedó en penumbra blanca, bajo aquel manto de envergadura fantástica.

Sobre la loma, un ángel, un animal, un espíritu, una maldición, un milagro… Nadie se puso de acuerdo. Tembló el suelo en un calor atronador que no dejó un solo corazón quieto. Volvían a ladrar los perros enloquecidos, calló de alegría el pregonero, estalló en carcajadas la viuda en su libertad estrenada…



Abrió los ojos la palomita, hacía rato que había salido el sol.



Sobre la loma, tras la oscuridad pesada rota de un plumazo, la palomita se desperezaba en una sonrisa magnífica de alas abiertas.

domingo, 28 de febrero de 2010

Ratas Muertas y Trajes de Novia

El pincel le miraba rancio, con el gesto torcido y seco de un pájaro muerto. Debió olvidarlo ahí, en aquel vasito huérfano de yogur donde la esencia de trementina arrancaba el color a las cerdas untadas de tonos inútiles, la última vez que se puso a pintar. De eso hacía ya tiempo, aunque no sabía decir exactamente cuanto. Días, semanas tal vez.
La falta de inspiración no era un problema, más bien lo era la desidia. Pero tenía que trabajar.
El teléfono móvil yacía inerte en la esquina más vacía de la gran mesa de estudio. Se había hecho fuerte en su silencio, y aquella presencia chiquita en aquella esquina vacía y callada parecía ocupar tanto la estancia que apenas le dejaba respirar con claridad. Llevado por un impulso que llevaba días germinando en sus músculos, lo cogió de un manotazo y lo enterró el último cajón de la mesilla de los pinceles.
Su iris color musgo reflejaba el discreto reloj de la pared de enfrente. Eran las cuatro y media de la tarde. El sol se tumbaba a lo largo a través de las cristaleras, manchándolo todo de una luz templada que sólo ocurre en los meses de invierno. Las sombras de cada objeto que poblaba el estudio comenzaban entonces su lenta huida del sol hasta tocar y fundirse con la noche a la que, curiosamente, se parecían tanto, pero no pertenecían. Maquinalmente, como un cirujano que se lava las manos antes de operar, sacó al pincel de su letargo y lo enjuagó bajo el chaparrón gélido de un grifo.
La falta de inspiración no era el problema, más bien lo era la desidia. Tenía que trabajar, pero no tenía ganas.
Abrió el cajón último de la mesilla de los pinceles. Necesitaba un pincel para manchar, se mintió, sabiendo que jamás había manchado sin un esbozo a lápiz sobre el lienzo. Miró de soslayo el móvil, por no dar importancia al gesto que cada célula de su cerebro ordenaba. Negro. Silencio oscuro en la pantalla. Por justificar la apertura del cajón, buscó el pincel que acababa de enjuagar y lo guardó allí, sacando otro que estaba aún sin estrenar. Rozó el aparato telefónico y sintió una especie de descarga eléctrica. Por no llorar, esbozó una sonrisa.
La falta de amor nunca le supuso un problema. Pero la desidia de los demás hacía que le hirviera la sangre.
Como el que busca calor en un trozo de hielo, paseó la vista por los cuadros que adornaban aquél espacio. Tal vez su obra anterior le inspirase temas nuevos que plasmar en el lienzo yermo que tenía delante. Sus ojos se detuvieron en un trabajo suyo de hacía unos años. Una maraña de gran formato en colores apagados que vagamente recordaban un animal, un animal bañado en algún salpicón espeso de carmín. Un animal de ojos vacíos.
“Ratas Muertas” fue probablemente su primer éxito de crítica y, curiosamente, también comercial. Todos los ejemplares que se expusieron, salvo aquél, el mayor de todos en tamaño y quizás también el de mayor realismo conceptual, se vendieron en un plazo de tiempo relativamente corto. Una serie de óleos que hacían honor al título de la colección, sin necesidad de presentar una obvia galería de roedores post mortem. Las obras se presentaron alternadas con fotos de diversos dictadores ya fallecidos, recopiladas por él mismo, y una enorme foto que despedía al visitante en la forma del ex presidente de los Estados Unidos, G.W. Bush. Los críticos vieron un golpe de efecto en aquél montaje digno de un genio en ciernes. A Salvador, cuanto más pensaba en ello, más le parecía la mayor gilipollez que se le había podido ocurrir. Aunque fue un buen ardid, si bien inconsciente, para desviar la atención del verdadero significado de la obra. Los “entendidos” del arte abstracto contemporáneo dejaron correr sus elogios de tinta, enfatizando la capacidad del autor para transmitir el sentimiento general en que se encontraba la sociedad respecto a la situación política mundial, utilizando para ello el color, la forma y muy pocas palabras. A Salvador, aquellos comentarios le recordaban que había fracasado a la hora de transmitir lo que pasaba por su cabeza mientras pintaba aquellos cuadros… Y a la vez, cuán exitosa había resultado la cortina de humo en forma de fotos de dictadores. Tan sólo un chaval de dieciséis años, desde las páginas de un diario escolar al que por casualidad tuvo acceso, dio en el clavo, sin acertar de pleno: “Hace unos días, en clase de historia contemporánea, hicimos una salida para ver la exitosa exposición “Ratas Muertas”. Más que historia o política, la obra expuesta me hizo pensar en una persona perdida, a la que todo le sale mal, según los trazos descuidados y sin rumbo, y la elección de colores apagados del fondo a la que se oponían los colores más agresivos de los primeros planos que parecían decir: ¿Alguien puede ayudarme? Las únicas ratas muertas que pude ver fueron las ideas, tal vez los sueños, que el pintor no podía alcanzar”. Salvador hubiese dado una beca a ese chico si llega a encontrarle. No es que aquellas líneas fueran la transcripción exacta de las intenciones de Salvador, pero era sin lugar a duda las que más se acercaron a su intención original. Ciertamente, en su vida, había muchas “ratas muertas”, pero esas sólo a él le pertenecían y ahora, pensándolo con detenimiento, prefería que aquellos expertos y la gente en general siguieran pensando en él como un gran analista político-pictórico. Tampoco veía necesario airear sus miserias en público.
La inspiración, en cualquier caso, nunca había sido un problema. La chispa podía esconderse en cualquier parte, sólo había que saber mirar. Él sabía hacerlo, pero las últimas dos semanas sus ojos estaban permanentemente cubiertos de una neblina que le impedía hacerlo con fluidez.
Siguió mirando en derredor buscando la chispa de marras que hoy también parecía naufragar bajo la niebla.
Niebla, blanquecina y bendita al principio, espesa e incómoda desde hacía unas semanas, es lo que había pintado el pasado reciente en sus días.
Un timbrazo burlesco y socarrón le sacudió de su ensoñación despierta. A pesar de su encierro en un cajón destinado a otros propósitos al final de una mesilla, el sonido era limpio y claro, y llenaba la estancia casi tanto como su anterior silencio. El móvil. ¿Podía ser? Un atisbo de explicación tal vez después de semanas de mutismo… Un mensaje … Al fin.
Más de un pincel cayó al suelo en improvisado redoble, fanfarria espontánea para ocasión tan singular. La mano temblorosa en exceso agarró fuerte aquel artilugio de tecnología japonesa y lo extrajo de su encierro con mil esperanzas enredadas en los dedos. El aparatito, ahora más que nunca, soltaba un chiste propio de un borracho impertinente; Recordatorio: Pruebas traje novia Marta.
Todo quedó en silencio unos segundos. Incluso sus ideas. El único sonido perceptible era el martilleo regular de una pelota de tenis en la casa de al lado.
Casi a diario, sobre esa hora, el repiqueteo amortiguado y regular de una pelota de tenis se colaba a través de los ventanales procedente de la casa de al lado. Tras la pelota, raqueta en mano, un jugador rubio, joven, fibrado, guapo, de ojos azules y bucles húmedos por el esfuerzo brillaba al sol invernal de media tarde. En realidad, nunca le había visto y probablemente ni se trataba de un chico rubio, ni especialmente atractivo. A Salvador le gustaba pensar que sí. La imaginación es como el arte; Ve sólo lo que desea. Y Fantasear era uno de sus pasatiempos favoritos. Y no cuesta nada. Además, imaginando…
Todo aquel divagar sobre imaginaciones rubias, no podían sacar de su cabeza la realidad azabache que acababa de tronar en su cabeza y en el mecanismo de aquel telefonillo.
Deseaba cualquier otra cosa menos aquel recordatorio. Cierto es que había prometido a Marta estar para la elección del traje. Hacía unos meses, Marta se había empeñado en que, cuando se acercase la fecha de su enlace matrimonial, Salvador le acompañaría a escoger el vestido más importante de su vida. En aquel preciso instante lo último en que pensaba era en coger el metro hasta el centro y probar sus dotes de Tuareg urbanita en busca de tiendas tras la zumbada de Marta.
Todo por aquella exposición primera que tanto gozó como casi deja en la más absurda bancarrota a aquel artista de profesión y votos. Ahora pensaba a menudo en el porqué de aquella temática extraña que nadie supo entender o valorar en su justa medida, pero que tantísima satisfacción personal le proporcionó.
“Trajes de Novia” era una denominación tan simple como el contenido mismo de los lienzos que componían la colección. Una constante en su obra, como demostraría bien a las claras el paso del tiempo. Aquellas obras, de un realismo formal casi fotográfico, que no dejaba atisbo de duda sobre su dominio de las técnicas clásicas, mostraban una serie de trajes de novia, algunos en sus cajas, otros desplegados, todos aún con la etiqueta colgada.
Toda esta obra adornaba, o desordenaba, según gustos, aquel estudio que le servía de hogar. Veintiún cuadros de los veintisiete que componían la serie andaban aún salpicados por el lugar. Algunos colgados de alguna pared, los más apoyados en suelos y rincones.
Ahora los miraba absorto, incrédulo, como si los cuadros se riesen de él a carcajadas…
En aquél momento, reír era lo que menos le apetecía. Se encontraba ansioso, expectante, simplemente por que no podía comprender el motivo de aquel silencio tan inesperado como insistente. Cierto es que muchas veces antes las cosas no habían ido bien con otros chicos a los que había conocido, pero esta historia había adquirido unas dimensiones descomunales en su frágil corazoncito.
Ahora, mirando absorto sus trajes de novia, mientras reafirmaba su intención más visceral de no acompañar a Marta en su periplo, se daba cuenta de que tenía material más que suficiente para pintar cuatro series más de trajes con etiqueta, trajes sin desembalar, o tal vez sólo cajas de cartón… que en eso parecían haber quedado todas sus historias sentimentales. Porque había sido lo mismo cada vez:
Chico se muere por conocer a chico.
Chico conoce a chico.
Chico se siente pasionalmente atraído por chico.
Al otro chico no le gusta aquél chico. O le manda a freír espárragos después de un “te quiero”…
Chico se muere por haber conocido a chico….
Y volvemos a empezar.
Conoció a Pedro queriendo querer, una constante en su vida, obra y escasos milagros. Una de esas reuniones sociales de solteros y citas rápidas, que tan en boga se encontraban a la sazón, fue el escenario que propició su primer encuentro.
“Nunca se va a fijar en un tipo como yo” fueron las primeras, y odiosas, palabras que tirotearon su pensamiento cuando el tiovivo de mesas, bebidas y venidas hizo coincidir sus dos taburetes frente a frente. No importaba cuántos manuales de autoayuda hubiese devorado en varias décadas, aquel maldito cliché saltaba siempre como un resorte y se colaba en los títulos de crédito de cada encuentro, o encontronazo, con algún espécimen atractivo de su propio sexo. Atractivo, sin embargo, era un adjetivo pobre para describir la riqueza cromática de Pedro, sus líneas definidas, su contraluz rotundo contra los espejos del local, su textura mixta de acero y lana, su simetría rota. Medio botellín y un “vámonos a otro sitio”, habían bastado para, por esta vez, dar carpetazo a la dichosa frasecita y juntarles frenéticamente en la cama del estudio, haciéndoles follar como animales bajo un “Sin Título” de Carolina Alcázar.
“No me lo puedo creer” repetía su imbécil interior entre jadeos, besos, pellizcos, mordiscos, caricias, sudor y naderías al oído. Llegados al orgasmo, el cuerpo de Pedro se desplomó como una torre dinamitada sobre el torso de Salvador. En el silencio sagrado que siguió a aquel momento, Salvador olvidó su ateísmo y elevó al cielo su más sentido “gracias”.
Siguieron un par de meses de cafés, sexo desmedido, como tiene que ser el sexo, charlas de madrugada y amaneceres de éxtasis creativo. Parecía que, después de todo, la mitología Bíblica llevaba razón: San Pedro tenía las llaves del cielo.
Pero Salvador olvidó, tal vez, en su limbo de pasión recién estrenado, que las llaves, lo mismo que abren, también sirven para cerrar…
Nos vemos el sábado, guapo.
La voz rasgada y en extremo sexual que Pedro exhalaba incluso a través del móvil, quedaba grabada a fuego en cada conversación. Salvador podía haber convertido en oro pictórico cada una de aquellas palabras, por otro lado sencillas, que le servían d elixir vital durante aquellos días.
Nos vemos el sábado, guapo.
De eso hacía dos semanas y nada más se había sabido de Pedro y su voz rasgada o su sexo fuerte. Ni una explicación, ni una disculpa… nada.
Incomprensible, inexplicable, hiriente.
Con lágrimas temblorosas, atrapadas aún en el párpado inferior, Salvador miró al frente. Sin saber cómo, había empezado un nuevo lienzo.
Esbozado sobre él, ratas muertas.
Muertas tras haber devorado con fruición otro maltrecho traje de novia.

domingo, 21 de febrero de 2010

Aborto Literario

El parto,
Pronto, deseado, a punto
De caramelo.
La intención,
De cristal limpio en el paisaje,
Transparente.
El silencio,
Demasiado largo en la madrugada,
Ruidoso.
La ilusión,
Disfrazada de nueva esperanza
Con su traje verde
Manchado de tinta.
El Momento,
Totalmente adecuado,
Milimétricamente ceñido a las circunstancias,
Justo.
La emoción,
Somera y contenida en su fuerza brutal,
Guapa.
El día,
Completo en su rutina cambiada,
Brillante.
La comunicación,
Rodando río abajo entre las piedras,
Fluida.
La llamada,
Tajante.
El corazón,
Quieto en segundos eternos,
Resquebrajado.
La palabra…
Escasa.
Y las lágrimas…
Demasiadas.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Unas Fiestas sentidas sin artificio,
Una cena ligera antes de dormir,
Una almohada blanca, una manta, un libro,
Una peli sin sonido,
Unas ganas de sentir.

Un “hoy no estás aquí, pero yo te siento”,
Unas felicidades de corazón,
Una novela nueva sin argumento,
Un funeral del tormento,
Un desaire a la razón.

Un “me ha tocado el gordo sin papeletas”,
Un anisete con hielo en el paladar,
Una mancha de amor en la camiseta,
Una flecha sin ballesta
Que Eros quiso disparar.

Unos ojos de juncos en la rivera,
Una piel ondulada en melocotón,
Unas manos preñadas de fuerza tierna,
Un pajarillo, una fiera,
Mil acordes en mayor.

Una cama caliente porque te piensa,
Unos pies abrigados con tu calor,
Un alma azul serena porque te espera,
Un final de la tormenta,
Un amanecer de sol.


Para P.A.H, con todo mi cariño…

Trago Saliva

Trago saliva…
Diafragmas encogidos,
Venas sin sangre,
Perros dormidos,
Aletas dilatadas,
Sabor a amarte.

Rojos violeta,
Azules desteñidos,
Verde añoranza,
Negros vacíos,
Amarillos salados,
Blanco esperanza.

Franela triste,
Pinreles encogidos,
Sueños abiertos,
Almas en ristre…
Almohadas traicionadas,
Colchón incierto.

Caricia fuerte,
enrédate en los remos
De mi galera,
Dios de la muerte
Abandónate al sueño
De tu condena.

Gris amapola
De cultivos mecidos
En la tormenta,
Baño sin olas,
Témpanos ateridos
Flor obsoleta.

Quererte..¿Cómo?
Imagen despintada,
Visión borrosa,
Nada del todo,
Barquilla naufragada,
Soledad sola.

Antiguos miedos,
Fósforos sin cabeza,
Nieve caliente,
Frío en los dedos,
Agujas en las piernas,
Sangre en la frente.

Risa caduca,
Pasados revividos,
Gerundio frágil,
Alma desnuda,
Sollozos adheridos,
Lágrima fácil.

Fuera Tristeza

Hoy te quedas atrás, vana tristeza.
Hoy no me acompañes.
Hoy y mañana, seguiré el camino,
Sin ti.

Hoy te desgarro de mi piel, tristeza vana,
Aunque me duela.
Hoy te arranco con furia desmedida,
Te repudio.

Hoy dejo el rencor a un lado, y te olvido,
Lastre insidioso,
Hoy sonrío ante la lluvia,
Porque quiero.

Hoy te abandono a tu suerte, vana tristeza,
Hoy no me das pena.
Hoy y siempre caminaré adelante,
Sin rémoras.

Hoy no hay ayeres que valgan,
Sólo ahoras,
Luces limpias de presente continuo,
Avanzando.

Hoy os borro del mapa, cadenas sucias,
Hoy sois inservibles,
Hoy, mañana y siempre se pudre
Vuestra mentira.

Hoy no me acompaño sino yo
En mi alegría,
En mi certeza inalterable plagada
De recompensas.

En mi premio, concedido a título
Presente,
A tanto error y tropezón que me enseñó
En el camino.

Hoy no habrá lagrimitas de plomo
Para el almuerzo
O potaje de despechos
Para la cena.



Hoy el camino es seguro
En su incertidumbre
Y las dudas son elecciones
Siempre acertadas.


Hoy te dejo atrás, aunque no sea violento,
De una patada.
Tristeza vana, soledades enquistadas…
¡Al cuerno!

Mis Cosas

Mis manos carecen de vista y olfato,
Mi corazón late gracias al café,
Mis ojos se visten de pata de gallo,
Mi boca sin tacto no sabe morder.

Mis rezos se encuentran con cielos desiertos,
Mis noches no encuentran cómo amanecer,
Mis nubes de lluvia prefieren al viento,
Mis charcos disfrutan si vuelvo a caer.

Mis parejas huelen a cuento de críos,
Mi niño camina a golpe de bastón,
Mis helados saben a amor derretido,
Mi yo tiene forma de televisión.

Mis sábanas blancas de amor solitario,
Mi negra esperanza de resolución,
Mis ratos marrones de sexagenario,
Mi roja saliva, mi verde pasión.

Mis cabos de gata sobre zinc caliente,
Mi madre que todo dice que me dió,
Mis mares adentro, mis ríos de gente,
Mi bestia, sin bella, fea se quedó…

Mis rosas de esparto descalcificadas,
Mis nardos sin caderas que apoyar,
Mis azaleas enanas de hoja calcinada,
Mi casa sin una flor de Navidad.

Mi disco rayado de amores ausentes,
Mi mina de oro que nunca existió,
Mi fútil intento de dormir caliente,
Mi carta que Santa nunca recibió.

Mis juegos perdidos por no hacer trampas,
Mis reglas rajando tablas a granel,
Mis firmes principios sin fines que acaban,
Mis diques resecos cuando tengo sed.

Mis palabras saben a gloria pasada,
Mis pasos conducen a ningún lugar,
Mi nevera está más llena que mi cama,
Mis sueños no sueñan con resucitar.

Lo Que Queda

Me quedaré con tu mirada sin permiso,
Me quedaré con tu sonrisa en cada suspiro,
Me quedaré con el brillo intenso de tus palabras
Y las amapolas que despertaron tus pasos.
Me quedaré las mariposas que ataste para mí
A los pies de mi cama
Y los barcos que fletaron mis deseos
Rumbo a tu piel ignota.
Me quedaré la corriente de palabras engarzadas
Que tejieron mis dedos en esta guirnalda
De papel de seda.
Me quedaré las ganas de ganarte,
Las canciones que nunca ensayamos
Y los abrazos que se quemaron en el horno
Del anhelo desatendido.
Me quedaré el perfume de tu presencia
Enquistado en los rincones de mi día a día,
Los despertares con tu nombre grapado en mis labios.
Me quedaré con la espera ilusionada
De tu vuelta,
Y el ritual holístico
De la idea de volver a verte.
Me quedaré, al fin y al cabo,
Con un puñado de aire infesto de ilusiones
Que no pudieron nacer
Porque, por quedarme,
Me quedé solo,
Y sólo
Sin quedarme contigo.

Me Conformo

Me conformo con una sección
impresa en tu diario,
Prensa rosa de tu corazón,
Romántico bestiario.

Dos reseñas, un editorial,
Crítica edulcorada,
Un anuncio de arrugas sin sal,
Personal por palabras.

Me conformo con no recurrir
A las tretas de antaño,
Dedicarme a jamás revivir
Sin vivir lo que palpo.

Exprimir el momento que escapa
Mientras lo sostengo,
Habitar en las sábanas sacras
De cuerpos sin dueño.

Me conformo con verte sin ojos
Bajo nuestros besos,
Integrar tus partes en el todo
Que forjan los sueños,

Celebrar sin medida el encuentro
Carnal de dos almas,
Labios, párpados, piel y cabellos,
Cuerpos en voz baja.

Me conformo con media docena
De versos sinceros,
Mermelada y miel en la alacena,
Bizcochos caseros.

Recetario de coches de luna
Empapada en jadeos,
Relicario de cuentas de espuma
Anclada en los cerezos.

Me conformo con tardes de seso,
Mensajes callados,
Ilusión preñada de recelos
De cuajo arrancados,

Hacer cuentas sin caer en la trampa
De aquella lechera,
Sin dejar de dar rienda a las ganas
En esta carrera.

Me conformo con píldoras que
Quizá no sean doradas,
No me pesa con tal de beber
La plata que guardan.

Con un poco de azúcar, se dice,
Entra la medicina,
¿Qué más da si no encuentro a Euridice
Bajo tus colinas?

Me conformo con noches al ritmo
De pasos de nata,
Devorando caminos de cielo,
Rúas confitadas,

Cabalgar en la estela fugaz
De un cometa imposible,
Comandar una armada voraz
De pasión invencible.

Me conformo con ver la sonrisa
Que esbozan tus brazos,
Rodeando mis curvas sin prisa,
Envoltorio con lazos.

Dos mil años de fuego enfriados
A la luz de la una,
Cenicienta que fue sin zapato
Escapando desnuda.

Tenían razón

Descontaba pasos el áspero camino,
Susurraba chismes el seso al corazón,
Deshojaba vehemente la flor del espino,
Las mariposas tenían razón.

Elixir de cuerpos sus manos redondas,
Espaldas nadando en un mar exterior,
Bailando en tu aliento diez mil amapolas,
Las mariposas tenían razón.

El príncipe llegó justo a tiempo,
Alazán de sonrisas, brazo salvador,
Puñal de acero templado contra el miedo,
Las mariposas tenían razón.

Labio pequeño de curva ascendente,
Barba traviesa, parto sin dolor,
Ojos de luna viva en el estanque,
Las mariposas tenían razón.

Piropos que saben a miel sobre hojuelas,
Abrazos que huelen a mundo interior,
Plegaria y consuelo, pregunta y respuesta,
Las mariposas tenían razón.

jueves, 11 de febrero de 2010

Hijo Accesorio

Una tarde-noche de un sábado cualquiera en un bar muy concreto, una chiquilla me tiró al suelo la bebida. Su madre, dejando una décima de segundo su interesante conversación con una amiga, y entre calada y calada, miró un instante hacia mí y acto seguido, reanudó la conversación como si tal cosa, sin prestar la más mínima atención a aquella cría. Vaya para esa "madre" esta cancioncilla jocosa:

Yo tengo un hijo accesorio,
Como un Chanel o un Gabanna,
Como un Vittorio y Lucchino,
Como zapatos de Prada.

Yo tengo un hijo accesorio
Que complementa mi facha,
Me da aires de madurez,
En los saraos y veladas.

Yo tengo un hijo accesorio
Que yo siempre llevo a cuestas,
Cundo me falla la Nanny,
O si mamá está indispuesta.

Yo tengo un hijo accesorio
Que cual abrigo en perchero,
Al llegar a los locales
Dejo de lado el primero.

Me puedo despreocupar,
Sé que sólo está jugando
Entre la niebla del bar,
Y mil parejas charlando.


Sé que disfrutan los otros
Ver correr a mi trasunto,
Oírle gritar jocoso,
Mientras bebo, olvido y fumo…

Qué gracioso, mírale,
Tira el cubata al vecino,
Y le reprenden: Travieso…
Ve con tu madre un ratico.

Es tan bonito tener
Como quien tiene un Mc Laren,
O relojes de Cartier,
Algo que todos alaben,
Que envidia insana les dé.

Qué bonito pensar
Que no hay que hacer concesiones
Que consigo equilibrar,
Responsabilidad y diversiones
Sin tenerme que esforzar


Yo tengo un hijo accesorio
Y soy un padre ejemplar,
Pidas lo que pidas, cielo,
No te lo pienso negar.

Tendrás todo lo que quieras,
Con tal de verte contento,
Que ser estricto contigo
Me suena al malo del cuento.

No llorarás dos minutos
Por aquello que deseas,
¡Qué simple callar tu llanto
Y mi dolor de cabeza!

Me adorarás como a un rey
Igual que yo a ti te adoro,
Te exhibiré cual trofeo
Que me envidiarán los otros.

Yo tengo un hijo accesorio.
Me río de quién decía:
Ser padre es tarea compleja
Y te cambiará la vida.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Contigo

Cuando los ojos dicen más que los labios,
Cuando los labios cantan sin sonido aparente,
Cuando las manos expresan lo que el alma dicta,
En ese momento,
Fugaz y sublime,
Quisiera quedarme
Contigo.

Cuando toda explicación sobra
Y la palabra es superflua,
Cuando cada respiración cuenta
Y florecen los suspiros,
Cuando manda el tacto y le siguen los sentidos,
En ese momento,
Irreal y tangible,
Quisiera quedarme
Contigo.

Cuando tu espalda es cama y refugio,
Cuando tu pecho es hogar y destierro,
Cuando tu pelo es laberinto cuajado de dedos,
En ese momento,
Salvaje y tierno,
Quisiera quedarme
Contigo.

Cuando la noche roba instantes al día,
Cuando la belleza es calor de dos cuerpos,
Cuando los cristales gritan de júbilo intenso,
En ese momento,
Enorme y pequeño,
Quisiera quedarme
Contigo.

Cuando el reloj se diluye en minutos eternos,
Cuando el olor de tu cuerpo me abraza suave,
Cuando la mariposa es mensaje certero,
En ese momento,
Especial y añorado,
Quisiera quedarme,
Niño de mis ojos,
Por siempre
A tu lado.

Agosto

No es un poema de amor aunque hable de amantes,
No es un romance en serio aunque hable de ti,
No canto al poder de Eros en tu semblante,
No es un cuento altisonante,
Aunque haya final feliz.

Cien besos de reserva para esos ojos,
Dos mil sonrisas tiernas con duracell,
Este espíritu ardiente de los rastrojos
Que quemados los despojos,
Dejó en mi anhelo tu piel.

Esa Luna mirona de cielo en pecho,
Esa inseguridad sin duda o cavilación,
Malabarismos de cubículo estrecho,
Esos saltos desde el techo
Del fondo del corazón.

Espía consentida de madrugada,
¿Te gustó el desenlace de la función?
Cuerpos resucitados en la batalla,
De razones que no callan
Ensordeciendo al amor

Este contorsionismo por sensoriales,
Esta rumba con rumbo sin prefijar,
Este palo flamenco sin soleares,
Mano náufraga en los mares
De cabellos por peinar.

Labio con labio rosa, manos con dedos,
Cuellos de lengua blanda en el paladar,
Abrigos de piel que no esconden el deseo,
Éxtasis de sexo ateo,
Comuniones sin altar.



Atrevimientos dulces de medianoche,
Cenicientas sin zapatos que perder,
Príncipes eligiendo a la que conocen,
Hermanastras que se joden,
Brujas que saben querer…

Ojos de niña dulce y negra pantera,
Manos de filo blando y blanco marfil,
Vuelo libre enredado bajo tus piernas,
Vagamundos con aceras,
¿Qué más quiero pa vivir?

Un dieciséis de Agosto en plata bruñida,
Un deseo cumplido, mil por cumplir,
Una fobia caduca, vieja, vencida,
Cicatrices en la herida,
Voluntad para seguir.

No es un poema de amor aunque hable de amantes
Es un grito de gozo por disfrutar,
Un después que eclipsa a todos los antes,
Un tirar hacia delante,
Olvidarse de llorar.

martes, 9 de febrero de 2010

La Despensa

De pequeño, mi repulsión irracional hacia el deporte, y mi obtusa tendencia a estar solo, propiciaron que mi deporte favorito consistiera en encerrarme en la despensa de casa, justo bajo la escalera.
Tan confinado espacio, repleto de latas de conserva, pastas, legumbres y botes de Cola-Cao, fue campo de cultivo ideal a las semillas que mi imaginación derrochaba, como era propio a mis escasos años.
Fui allí presentador, mago, científico loco y decorador del Un, Dos, Tres... Fuie todo lo que quise en cada momento.
En modesto homenaje a aquel cubículo preñado de ilusión, vaya este blog donde ser otras mil cosas, ahora que los años no son tan pocos...
Abre la puerta y entra en mi despensa, tal vez, aunque sea por un segundo, tu ansia de curiosidad infinita sea, como lo fue la mía en su momento, saciada.