Abre las puertas de esta despensa...

De pequeño, mi repulsión irracional hacia el deporte, y mi obtusa tendencia a estar solo, propiciaron que mi deporte favorito consistiera en encerrarme en la despensa de casa, justo bajo la escalera.Tan confinado espacio, repleto de latas de conserva, pastas, legumbres y botes de Cola-Cao, fue campo de cultivo ideal para las semillas que mi imaginación derrochaba, como era propio a mis escasos años. Fui allí presentador, mago, científico loco y decorador del Un, Dos, Tres... Fui todo lo que quise en cada momento. En modesto homenaje a aquel cubículo preñado de ilusión, vaya este blog donde ser otras mil cosas, ahora que los años no son tan pocos...Abre la puerta y entra en mi despensa, tal vez, aunque sea por un segundo, tu ansia de curiosidad infinita sea, como lo fue la mía en su momento, saciada.

PS. Se admiten comentarios y crítica constructiva, al fin y al cabo es la mejor base para mejorar.



domingo, 28 de enero de 2018



A RATOS

A ratos, después de una sonrisa algo impostada, se derrama, transparente y líquido como el manantial sobre la roca, el corazón por la comisura de mis ojos verdes, tiñéndoles color cereza amarga. Sólo a ratos.
No sé - ni he aprendido, ni me sale - hacer las cosas sin poner todo el alma en el asador; a veces las ascuas la atemperan suave, meciéndola en sesteoso vaivén. Otras, apenas quedan rescoldos para animarla y queda cuasi inerte, latente en su sueño desvelado. A ratos, una llamarada la hiere y es entonces cuando, en silencio, mejilla abajo sangra...

Sangra a ratos cuando más arde,
a ratos cuando más vibra, cuando más resuena;
dentro y fuera, 
cerca y lejos,
fuera y dentro,
en el rostro y a la espalda.

Quizás tenga que aprender a dejar bien resguardado un trozo de sentimiento que nadie tocara. Algo mío sin tapujos, sin cortina ni ventanas, metido en un cofrecillo de paño grana y nácar; un tesoro carente de valor material, que para uno sea todo, que todo lo contenga, la ira y la calma. Una estancia tranquila donde lamer heridas sin condescendencia ni autocompadecencia... no sé, creo que tendría que inventarla, más una palabra conque nombrarla. Un sanatorio de heridas a flor de piel que desde dentro cicatricen, que nunca produzcan llagas.
Lo cierto es que, a ratos, como digo, se derrama el calostro diamantino de mi sentir por no saber sentir sin ganas, por ser tan mal actor en la escena de la vida, por entregar y pedir menos que nada.
Y seré, lo intuyo con razón, siempre como a ratos, hecho de ratos y ramas de una esencia más profunda que lo que a tocar llegara...

Y si sangra quedo el corazón entre mis ojos,
¡Déjalo si sangra!
Mientras sangre sin morir,
vive, me imagino, el ánima;
que a la postre
el arroyuelo seca,
y a la postre emana
dulce alegría de ser
que mejilla secas baña
de argentino lacrimal
de cereza edulcorada...

A ratos rimo mi verso, a ratos lo olvido.
A ratos, lloro, es verdad... pero siempre soy el mismo que viste, calza y al final baila al son que marque la vida, compañera de jornadas. 
A ratos soy el que soy; a ratos, el que soñaba.

Rafael Benjumea Pérez

domingo, 21 de enero de 2018

Presentes pasados.

Eduardo cumple hoy ochenta años. Ochenta años con una lucidez mental y estado físico ante los que no oculto mi más sincera e indolente envidia y mi más profunda admiración. 

Me saluda mientras me comenta, Cruzcampo en mano y sonrisa en labio, la efeméride, que yo desconocía; apenas nos hemos cruzado dos veces frente a aquella barra. Él, con su rubia al lado, yo con mi descafeinado por bandera.

Le doy un apretón de manos, de esos que atraviesan la carne firme y suavemente, y le felicito. Me lo agradece de veras.

No sé exactamente cómo, ya quisiera para mí la lucidez mental de Eduardo, entablamos una conversación distendida que le lleva a relatarme parte de su experiencia. 

Nació en el 38 (1938 para los más jóvenes que apenas saben en el día que viven), a un año de finalizar la barbarie de la Guerra Civil Española y de comenzar la pesadilla de una dictadura que habría de prolongarse aún cuarenta años más - que aún coletea, por desgracia, en minoritarios sectores del país que no saben soltar lastre... pero esa es otra historia que no viene al caso.

Eduardo fue arriero durante años. Con ayuda de sus burros, transportaba arena para los obreros de la construcción de la época. De luna a luna - de sol a sol era un privilegio de clases superiores que dedicaban sus horas al látigo, la iglesia, o el esparcimiento. Habla de sus animales con infinita ternura; su cara tersa como puede estarlo una piel de ochenta inviernos arrugándose en gesto cariñoso.

Relata todo con una calma y una claridad y sosiego contagiosos. 

Sus ojos, ya de por sí vítreos y acuosos, se derraman en pausada lágrima al hablarme de su mujer - que le falta hace ya veinticuatro años - y de sus hijos, de sus siete nietos.

- Perdona hijo, es que me emociono al hablar de la gente que quiero; Mis hijos, mi mujer - en gloria esté -, mis nietecillos...

Yo sí que me emociono por dentro como si un rayo de humanidad me atravesare de parte a parte, removiendo mis entrañas; pero contengo las lágrimas y le sonrío:

- Nada que perdonar, Eduardo. Si usted se emociona es porque está vivo - acierto a decirle torpemente, mientras pienso en otras mil cosas que pudiera decirle con mayor acierto durante los segundos que toma para secar sus mejillas.
Alguien que así se emociona es porque tiene un corazón - no hablo del que galopa entre su pecho subido a un marcapasos desde hace cuatro años - que late de sentimiento impoluto, que bombea cálida sangre por dentro y exhala bocanadas de amor inmaculado hacia afuera, abrazando a todo aquél que se detenga a escucharlo un momento.

Salen en tropel de entre su dentadura, completa, y sus entendederas, transparentes como el arroyuelo de sus ojos, decenas de historias, de anécdotas, recuerdos, caricias... y, de repente, me doy cuenta de que no tengo con qué obsequiarle, y bromeo con la idea de que podría haberme avisado y hubiese traído al menos una velita que soplar juntos.

Eduardo dice, textualmente, que una conversación cabal entre dos personas es el mejor regalo que puede imaginar - y que, seguramente, sus hijos le esperan en casa con una tarta "sorpresa" (con ochenta años ya no hay sorpresas, asegura, aunque siempre agraden).

Me doy cuenta en ese momento de que aquí, el que se ha llevado el regalo por la cara, soy yo.

Un servidor, capaz de estar hablando hasta hacerse un esguince de mandíbula, lleva casi dos horas inmerso, hipnotizado, registrando las palabras de Eduardo en silencio, emocionándose con él sin interrumpirle, viviendo tiempos pretéritos a través de su palabra certera, preclara y amable. Eduardo me ha regalado el placer de callar y escuchar. Oír en toda su dimensión la voz de la experiencia, esa que jamás hay que olvidar sin dejar de
avanzar porque ahí están los cimientos sobre los que iremos cimentando edificios nuevos que servirán de base a los venideros, aún inimaginables.

Ochenta lecciones me ha dado Eduardo, sin pretensión o prepotencia alguna, en el día que cumple ochenta años sobre esta tierra, en unos ochenta minutos o más; sin florituras, sin vanidades, tan sólo hechos envueltos en el cariño y los filtros del tiempo pasado.

Gracias por su precioso presente en forma de pasado vivo. Gracias, buen hombre.

jueves, 11 de enero de 2018

Lucerito


El lucero del alba

Salió radiante,

Apartando a la nube

Con sus brillantes.

Mas el cuenco lunero

veo volcado;

vendrán más aguas –

también el halo

a la estrella advierte –

mejor marcharse,

busca resguardo

o has de mojarte.



Lucerillo del alba,

Recógete,

La nube llorona

Quiere llover.



La estrellita altiva,

No le hace caso,

Lucirse quiere

En el cielo raso;

Pasear sus joyas

Muy de mañana,

Despertando envidias

Que jamás son sanas.

Pero la Luna,

Maestra vieja,

Vuelve a decirle:

-¡Chiquilla, piensa!



Lucerillo del alba,

Recógete,

La nube llorona

Quiere llover.



El lucerito hace

Oídos sordos.

Hasta al sol ignora

Que ya empuja rojo

Entre gruesas nubes

De tez tristona

Y alegre embarazo

De aguas lloronas.

Pasea tranquilo

Luce sus perlas,

No ve las señales;

O no quiere verlas.



 Lucerillo del alba,

Recógete,

La nube llorona

Quiere llover.



Y un cirro gordote,

Grande y bonachón,

Se le planta en medio

¡Vaya situación!

-¡Quítate de ahí,

Brumoso insolente!

¡La alborada es mía!-

Le grita insistente,

Casi enfurecida,

La estrella radiante,

Tras de la cortina.



Lucerillo del alba,

Recógete,

La nube llorona

Quiere llover.



La Luna en su cuenco

Se ríe hacia dentro;

Bien se lo advirtió,

No se queje luego.

Y la nube enorme

Empieza a llorar,

Que nada le impide  

Su alegre penar.

El lucero en cambio

Se marcha enojado,

Su intención fallida…

¡Su orgullo empapado!



Lucerillo del alba,

Recógete,

La nube llorona

Quiere llover.

martes, 9 de enero de 2018

Reapertura

Cuando se vuelve a abrir una despensa que llevaba cierto tiempo cerrada suele hacerse empujado por el hambre que produce la necesidad de algo en ella contenido.

Sabéis que esta despensa poco tiene que ver con alimentos convencionales; aquí guardo ideas, narraciones, cuentos, fantasías, juguetes literarios; mi corazón escrito, mi niño interior que nunca se cansa de jugar. Y tengo hambre de esa puerilidad aderezada de mis años, de revolver las estanterías de mi imaginación toda, de mezclar colores y calores; de reabrir mi despensa para cerrar un rato las puertas de ese mundo de fuera que, casi siempre, hace demasiado ruido.

Aquí dentro estoy bien, cálido. Me acompañan mis amores, mis amigos, mi ilusión y mi delirio, a veces, mis fantasmas. Me rodeo de la naturaleza interior que adora la de fuera y la transforma a capricho sin dañarla. Aquí dentro el tiempo no tiene importancia, sólo la corriente, mansa o feroz, de ocurrencias que escojo para luego compartir con vosotros un buen festín, o eso intento, un festín de palabras encadenadas en plena libertad, de caramelos agridulces o empalagosos hechos de nostalgias y presentes. Un festín que no atiborra, que no interrumpe al sueño, pero le da alas.

Es por ello que reabro las puertas de mi despensa para hablaros a todos desde dentro con voz fuerte y sosegada; pasad conmigo si queréis.

Aquí tengo para todos. 

La despensa está ABIERTA.