Abre las puertas de esta despensa...

De pequeño, mi repulsión irracional hacia el deporte, y mi obtusa tendencia a estar solo, propiciaron que mi deporte favorito consistiera en encerrarme en la despensa de casa, justo bajo la escalera.Tan confinado espacio, repleto de latas de conserva, pastas, legumbres y botes de Cola-Cao, fue campo de cultivo ideal para las semillas que mi imaginación derrochaba, como era propio a mis escasos años. Fui allí presentador, mago, científico loco y decorador del Un, Dos, Tres... Fui todo lo que quise en cada momento. En modesto homenaje a aquel cubículo preñado de ilusión, vaya este blog donde ser otras mil cosas, ahora que los años no son tan pocos...Abre la puerta y entra en mi despensa, tal vez, aunque sea por un segundo, tu ansia de curiosidad infinita sea, como lo fue la mía en su momento, saciada.

PS. Se admiten comentarios y crítica constructiva, al fin y al cabo es la mejor base para mejorar.



jueves, 2 de diciembre de 2010

Bajo las sábanas

La sonrisa de Virginia brillaba más que ninguna entre las de aquellos niños vestidos con demasiada formalidad para sus pocos años. Tú estabas al lado, simpático y sonriente también, tus labios pegados, al contrario que los de Virginia que revelaban hileras de dientes como toallas blancas tendidas al sol de la mañana.
Bajo la manta, se extendía el universo. Un universo átono de azules pastel y líneas difusas. Al este, en el extremo más oriental que formaba un cabo pequeño de abrupta piedra suave, el marinero esperaba, apoyado casi sin querer en la farola, su cuerpo en torsión blanda y sensual no pretendida, fumando un pitillo que colgaba de sus labios grana con una laxitud que invitaba al deseo extremo. Sus miembros dorados por la espuma de las sábanas y el sol poniente que anaranjaba sus mejillas púrpura con cien destellos de cobre hirviente. Su piel húmeda y blanca como la leche recién ordeñada, moteada en puntos oscuros que inspiraban no sé qué mapas a los ojos del explorador cautivo cargada de dorados pasajes de sal incrustada y soles ponientes…
Sus ojos, dos joyas grises hundidas en sombras fantasmales, envueltos en no sé qué negrura de pestañas salvajes. Escarabajos de pata inmóvil y brillo incrustado. Fantasías pulidas de mejilla sonrosada e imaginación caliente.
Virginia sonreía más que nadie en los cielos. Pero tu sonrisa no era vana, destacaba imponente sobre otras más de carrete y flash.
Entre los blancos cojines de naciente y las suaves rocas orientales de marineros aparcados en farolas blandas, islotes tremendos de recuerdo preso en libros blanquirrotos.
Compendio de lo bueno (y lo malo) acontecido durante la enfermedad larga (y corta) que acabó con tu vida. Aquél islote de pasta dura, blanco roto de adornos dorados en un barroco presuntuoso y hortera, anunciaba tu fuerza y tu desdicha como el faro que no existía a ambos lados del océano textil que separaba las orillas de ambos mundos.
El libro se abría a media mañana, mostrando apenas los trazos débiles que tus manos terminales habían trazado en bolígrafos desgastados sobre paquetes vacíos de suero o recetas caducas.
“Esta tarde me hizo una visita la ilusión… pero se quedó tan poco tiempo… de algún modo sigo teniendo fuerzas para seguir adelante, pero por otra parte… Dios, ayúdame, tengo tantas ganas de vomitar…”
“Esta mañana sonreí, sin saber bien por qué…”
“Al contrario de lo que todos dicen, qué cerca está el principio…”
No puedo leer demasiado en los suelos húmedos de estas páginas epílogas de tu tiempo. Mis lágrimas manchan todo y borran lo poco firme que quedaba de tus trazos. Y la barquilla de palitos quebradizos y papel reblandecido no resistirán las olas.
Yo había imaginado este mundo de invierno eterno. Un invierno gélido dónde ninguno pasa frío bajo las cobijas pesadas y calientes, dentro de casitas pequeñas y puntiagudas, donde la nieve resbala sin pensar y decora el suelo en mil formas imposibles. Un mundo de licores violeta que endulzan los pensamientos sin quitar su amargo poso de desesperanza infinita.
Sin embargo, me encontré con mares de tela, marineros esquivos y libros enfermizos que palidecían al pasar veloz de los segundos…
Virginia sonreía más que nadie, casi insultante en su alegría verdadera sin impostar- nadie sonreía así si no era impostado, falso, un posado ensayado para una revista barata, pero ella sonreía llena de certeza, al lado de tu sonrisa de dientes reservados. Al lado de tu sonrisa, ya ausente de por vida
El marinero ha cogido una cuerda gruesa que carga sobre la firme espalda de músculo rígido y venenos diluidos. Con las piernas separadas en un arco impensablemente erótico, tira del blanco roto de tus páginas que ya se hunden en la tela azul de las enaguas… no hay erotismo que pueda salvar tus palabras agridulces, pero el agua hierve en borbotones fucsia y el mar de algodón eructa tu espíritu mismo en forma de sonrisa difusa sobre los cielos de franela. Tu marcha, dicen ahora las estrellas de poniente, no debe traducirse en lágrimas vanas, sino en lecciones concretas de alegría vital.
Silencioso, el marinero suelta su pesada amarra tras de sí mientras sorbe el cigarrillo que cuelga inerte entre sus labios de grana viva. Otra farola ha crecido para su hombro amplio y se para, siempre en su postura sugerente, soslayando los ojos en diestra llamada carnal desde su cuerpo breve como un silbido, imponente como un anochecer en la arena.
Desde el otro mundo, allá en naciente, sólo veo en el cielo de rayas multicolor, la sonrisa de Virginia que brilla más que las demás. Tu sonrisa a su lado sin querer hacerle sombra. Qué hermosa lección de humildad, primo.
Espero verte al abrir los ojos, aunque ahora ya sé que siempre estarás conmigo.