Abre las puertas de esta despensa...

De pequeño, mi repulsión irracional hacia el deporte, y mi obtusa tendencia a estar solo, propiciaron que mi deporte favorito consistiera en encerrarme en la despensa de casa, justo bajo la escalera.Tan confinado espacio, repleto de latas de conserva, pastas, legumbres y botes de Cola-Cao, fue campo de cultivo ideal para las semillas que mi imaginación derrochaba, como era propio a mis escasos años. Fui allí presentador, mago, científico loco y decorador del Un, Dos, Tres... Fui todo lo que quise en cada momento. En modesto homenaje a aquel cubículo preñado de ilusión, vaya este blog donde ser otras mil cosas, ahora que los años no son tan pocos...Abre la puerta y entra en mi despensa, tal vez, aunque sea por un segundo, tu ansia de curiosidad infinita sea, como lo fue la mía en su momento, saciada.

PS. Se admiten comentarios y crítica constructiva, al fin y al cabo es la mejor base para mejorar.



domingo, 10 de marzo de 2013

Se Equivocó




De los- pocos, eso sí- consejos que le habían dado en la vida, tal vez aquél fuera el único que había quedado grabado a fuego en su pensamiento … y también el único que jamás puso en práctica.

“¡Equivócate!”

A pesar del tiempo transcurrido, lo recordaba ahora con tal claridad que parecía un sueño de esos de los que despiertas sin saber si te ha ocurrido o no de verdad.

Recordaba con viveza los acordes, malsonantes en manos de aquella orquestucha de pueblo que amenizaba la velada, de aquella canción que le habían dedicado en aquella fiesta, pretendidamente sorpresa, que unos amigos le habían organizado antes de que marchase a estudiar, gracias a una generosísima beca otorgada a tenor de su rendimiento académico, a una Universidad extranjera, muy lejos de su, hasta entonces, universo conocido.

Ella estaba sentada de forma casual sobre la improvisada barra, sus labios aferrados a una pajita de plástico multicolor, sorbiendo distraída un cóctel descafeinado que ella misma había preparado hacía un momento. Sus piernas, inmersas en un vaivén laxo que apenas llevaba el compás de la música, desnudas desde la mitad de los muslos, juntas por un sentido del pudor que, a primera vista, muchos habrían zanjado como inexistente. Nunca se lo dijo, pero siempre la envidió… y no por lo hermoso de sus piernas, o el resto.

Ambos asistían a la misma clase en bachillerato. No se sentaban juntos, no eran especialmente amigos; simplemente se llevaban bien. Habían coincidido en varios trabajos de grupo y ella ayudaba en la parte técnica de la revista que editaba el instituto y en la que él estaba bastante implicado.

Siempre le había llamado la atención, aunque no pudo decir a ciencia cierta si en algún momento llegó a gustarle. Si en alguna ocasión fue así, ya se encargó su exagerado sentido de la corrección, la decencia o lo que quiera que fuese, de quitarle aquella idea de la cabeza y concentrar toda su energía en Virginia, su novia en aquél momento. Adorada esposa y madre de sus hijos hoy día. Si en algún momento se sintió atraído por ella, su conciencia, por llamarlo de algún modo, inmediatamente trocó esa atracción en un cierto modo de envidia que revistió de sanidad por hacerle permanecer intachable.

Olga era distinta… ¡Un desastre de chica! O eso decían muchos. Su melena rojiza poco más que amordazada en un recogido imposible, su ropa colgando literalmente de cualquier saliente de su cuerpo bien torneado. Sus ideas, a veces revolucionarias, siempre hilarantes. Y tal vez era por ello que le llamaba la atención.

No era mala estudiante, pero su irregularidad en las calificaciones desconcertaba a profesores y compañeros por igual. Era una persona de muchos talentos, pero no parecía decantarse por ninguno en especial, experimentando aquí y allá, como una abeja libando de flor en flor… Exactamente igual que, sin demostrar promiscuidad alguna, ocurría en su vida sentimental. Ante todo, una persona magnética, con unas habilidades sociales muy desarrolladas que a veces, sin embargo, prefería pasar temporadas sin ver a nadie…

El orden, la lógica, la “rectitud” y la corrección eran las premisas que,  inculcadas por sus padres, regían el modo de comportarse de Sergio, cuyo nombre incluso fue seleccionado con método por sus progenitores, al considerarlo un nombre con peso propio y reducida, o nula, tendencia a los diminutivos o abreviaturas.

Allí sentada en la barra pensando en sabe dios qué, atrajo por un momento la atención de Sergio, que éste intentaba distribuir equitativamente entre los allí presentes. De un pequeño salto, se sentó a su lado, aprovechando, sin saber siquiera que lo estaba haciendo, que Virginia había salido a atender a una amiga que se había derramado la bebida encima, producto, sin duda, de otras tantas bebidas que no habían corrido esa suerte.

-          ¿Te diviertes? – preguntó Sergio con una sonrisa nerviosa que le pareció del todo injustificada ¿por qué estaba nervioso?

-          Mucho. El grupo es una mierda, pero hay buen ambiente… Disculpa, es tu fiesta…

-          No te preocupes. Son pésimos. No les hubiese traído si llego a organizarla yo.

-          Sergio, no te conozco tanto, y tal vez me voy a meter donde no me llaman, pero, si me lo permites, voy a darte un consejo.

Hizo una breve pausa. Sus ojos verde agua brillaban de forma casi ebria, a pesar de que debía ser la única de allí que no había probado una gota de alcohol en toda la noche. Sergio sintió un resquemor pequeño en el vientre, una sensación cálida y desazonante que le resultó poco familiar, incómoda… irresistible. No lo notó, pero se había inclinado visiblemente hacia Olga, que le miraba fijamente y con una media sonrisa que dejaba ver parte de sus dientes blancos a la sombra del toldo oscuro e invitador que formaban sus labios de carne tierna.

-          Ya digo que esto es meterme donde no me llaman, pero bueno, échale la culpa al alcohol si quieres, aunque no he probado una gota.. – sus labios estaban ahora descaradamente cerca de los de Sergio, que temblaba como un pajarito en las manos de un crío – Mi consejo es:

Por una vez en su vida, Sergio se sintió mareado, como esa sensación que produce hacer algo realmente excitante cuando uno se sabe haciendo “lo incorrecto”. Sus labios y los de Olga estaba ya separados únicamente por una delgadísima capa de aire viciado de aquél local. El corazón se le iba a salir del pecho, incluso su bragueta experimentó un repentino crecimiento totalmente desproporcionado y sin propósito.

-          ¡Equivócate!

 Y del mismo modo casual que parecía regir todos sus actos, mezcla de improvisación, gracia, azar y destino, Olga se echó hacia atrás y volvió a casi morder la pajita que sostenía con una mano, dio una sorbida rápida y continuó.

-          Equivócate mucho Sergio. Ese es mi consejo… Te echaré de menos, aunque no lo creas.

Aquella fue la última vez que se vieron en persona, la última vez que hablaron cara a cara. La distancia y la supremacía de las redes sociales harían que, en adelante, sólo coincidieran muy ocasionalmente, siempre de forma virtual.

Aquel no fue el único consejo de aquella noche… la verdad es que se fueron sucediendo de amigo en amigo, de abrazo en abrazo, creciendo en intensidad emocional a medida que los cócteles iban haciendo mella en los cuerpos: “A triunfar, fiera”, “¡Cómete el mundo!”, “No seas malo”, “Aprovecha el tiempo”, “Echa una canita al aire”, “No olvides de dónde vienes, donde quiera que llegues”… “No te olvides de los amigos”… Pero todos cayeron a plomo, en un momento u otro, en ese pozo profundo que es el olvido. Todos, menos aquél “¡Equivócate!” que hoy, como la lluvia persistente de Marzo, había traído el viento a aquella ventana desde la que Sergio parecía observar, como en una moviola, su propia existencia.

Después de aquella noche, viajó hasta su lugar de destino, llevó a cabo, como no podía ser de otro modo, de forma brillante, sus estudios, volvió a casa con un trabajo importante debajo del brazo… Tras algún conflicto menor, contrajo matrimonio con Virginia, a la que amó desde que tuvo capacidad para hacerlo, vinieron los hijos, una preciosa pareja que afianzó aún más si cabe aquél amor de libro que parecía escrito en las estrellas, los hijos crecieron llevando vidas no menos ejemplares que la que habían conocido de sus padres, y ahora disfrutaba de una jubilación tranquila,  animada por las regulares visitas de los nietos, que le adoraban y con la afable y cálida compañía de aquella que había sido su pilar desde hacía tanto. Podía decirse, sin fisuras, que había sido feliz.

¿Sin fisuras?

Por más que le doliese, había momentos, aunque pasajeros, bastante agridulces en que el viento o la lluvia le traían recuerdos, ideas, sensaciones tal vez, que le producían cierto descontento, cierta sensación de haber dejado algo en el camino, de no haber acertado…

¿Qué hubiese sido si hubiese estudiado menos? ¿Y si hubiese sido un poco más gamberro, algo más atrevido? Si hubiese conocido, amado  a otras mujeres, traicionado a su esposa aunque sólo hubiese sido por unas horas de lujuria… Si hubiese seguido aquél impulso raro que en aquella ocasión le pedía dejar su puesto docente para ir a ver mundo… ¡Hacerse hippy! ¡Probar la droga, el tabaco al menos!  ¡Cualquier cosa! … ¿Y si hubiese dejado a Virginia aquella vez que ella pareció alejarse en vez de luchar juntos por la relación y las buenas formas? ¿Y si hubiese besado a aquél compañero que una vez le declaró su cariño, aunque sólo fuera por probarlo, aunque sólo fuera por constatar que aquello, positivamente, no era lo que él quería? Dudas, dudas, dudas… Fisuras que siempre relacionaba con lo mismo, con aquella maraña de pelo rojizo, aquellos labios cercanos en aquella noche de celebración, aquellas palabras…

Aquél, aunque habían sido pocos, era el único consejo que había quedado grabado a fuego en su pensamiento… también el único que jamás puso en práctica… ¿O tal vez sí?

Al fin y al cabo, Sergio fue un hombre que no supo equivocarse y - ahora estaba convencido de ello- se equivocó.