Abre las puertas de esta despensa...

De pequeño, mi repulsión irracional hacia el deporte, y mi obtusa tendencia a estar solo, propiciaron que mi deporte favorito consistiera en encerrarme en la despensa de casa, justo bajo la escalera.Tan confinado espacio, repleto de latas de conserva, pastas, legumbres y botes de Cola-Cao, fue campo de cultivo ideal para las semillas que mi imaginación derrochaba, como era propio a mis escasos años. Fui allí presentador, mago, científico loco y decorador del Un, Dos, Tres... Fui todo lo que quise en cada momento. En modesto homenaje a aquel cubículo preñado de ilusión, vaya este blog donde ser otras mil cosas, ahora que los años no son tan pocos...Abre la puerta y entra en mi despensa, tal vez, aunque sea por un segundo, tu ansia de curiosidad infinita sea, como lo fue la mía en su momento, saciada.

PS. Se admiten comentarios y crítica constructiva, al fin y al cabo es la mejor base para mejorar.



martes, 11 de mayo de 2010

Profecía Autocumplida

Me regaló una rosa al tercer día, la primera. Los demás no tuvieron ese detalle, ni el tiempo, supongo.

Pequeña, hermosa, perfecta. Sin tallo, sin espinas, sin hojas, blanda, casi carnal, perfecta. Preciosa, pequeña. Lo pequeño es enorme. A veces, lo pequeño es tan ingente que no encuentras manera de envolver tu gratitud, o devolverla. Y no la envuelves ni la devuelves, la expresas. Es así como lo pequeño se hace casi eterno. Son altas las torres que han caído y sólo un insecto puede sobrevivir a un cataclismo.

Nos expresamos a besos aquel tercer día. Nos regalamos besos desde entonces, los primeros que siguieran a una rosa. Los demás ya no contaban, espejismos de tiempos añejos que quién sabe si existieron.
Dos mil besos, siempre regalados. Los de compra y venta saben a hiel sobre ojeras. Nuestros besos, regalados, largos, improvisados, tiernos, duros, ácidos, corrosivos a veces, rudos, suaves, salvajes, siempre de dulce regusto en el paladar. Besos boca a boca, besos con la mirada, besos en el coche, besos desde la ventana cuando te marchabas, besos por teléfono y besos en sueños. Besos regalados, besos de rosa carnal, de detalle a tiempo, perfectos. Pequeños, eternos.

Me regaló una rosa al tercer día, la primera… ¡Tan frágil! Le busqué un trono digno a aquella reina menuda. Una copita diminuta de cristal con un sorbito de agua…¡Tan frágil!

Semejante fragilidad me compungía, no podía durar. Una florecilla tan breve, sin tallo, sin hojas, sin espinas… ¡Tan indefensa! Una vida en miniatura nadando apenas en un sorbito de cristal líquido, ¿Qué esperanza albergaba? Yo, sincera, resignada, amargamente, le daba cuatro días. Me puede el pesimismo, lo confieso.
Me impliqué sin embargo, para hacer que esos cuatro días fuesen de eterna belleza para aquella preciosidad de pétalo firme. Pretendí, de algún modo, hacerla perdurable. La fotografié hasta la saciedad, tal vez, como decían antaño, robando un poco del poco espíritu que podía alojar tan nimio continente. La senté con cuidado en su tronito de vidrio al lado de la lámpara de sal, regia de calidez serena, junto a mi cabecera. Sería allí feliz aquellos cuatro días. Contemplando los besos, las caricias, las palabrillas sinuosas que filtraban nuestros labios durante los amores buscados. Perfumando el aire cargado de pasión desatada con una fuerza más sutil, más sencilla y tranquila. Calmando mis ojos cansados si aquella noche no estabas con su exuberancia contenida.

Se sucedían los besos, los encuentros, la carne preñada de almas enlazadas, los dedos navegando cuerpos… Ella sonreía desde su pedestal transparente, siempre vibrante, radiante, enérgica en su muda quietud. Se sucedían los días; más de cuatro, más de seis, más de ocho… La rosita parecía alimentarse de no sé qué materia inexplicable. No mermaba en su copita, no palidecía, no perdía firmeza… sus mejillas estallaban en rojos lacerantes como las nuestras antes del orgasmo de cada momento compartido… parecía un milagro. Y sentí miedo.

Sentí miedo porque los milagros me sugieren no sé qué desazón de profecías por descifrar. Sentí miedo porque, por una vez, la profecía estaba demasiado clara. Como la rosa encantada del cuento que siempre amé, mi tierna rosita, mi reina menuda, moriría con aquello nuestro, aquel acercamiento mutuo aún sin bautizar. La idea misma, al cobrar forma en mi pensamiento, me pareció absurda… ¿Por qué iba a durar aquello lo que durase una rosa cortada? Pero sentí miedo.

Pasaron dos semanas, tres, cuatro. Momento tras momento, encuentro tras encuentro, despedida tras despedida, llegada tras llegada.
La reina menuda seguía fuerte, viva, omnipresente… ¡Era casi imposible! Toda lógica sugería que haría semanas que habría desaparecido. Ella seguía firme, rotunda, más vital si cabe, desafiante, haciéndose más presente en el dormitorio que cualquier pieza del mobiliario, inundando todo con su presencia chiquita, delicada y atronadora a un tiempo.

Cuánto más duraba, más se afianzaba en mi sien que, si un día ella se marchitaba, también lo harían los besos dulces, los abrazos largos, las sonrisas azules… Pero ella seguía viva, sin mostrar signos de decadencia en absoluto.

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La rutina pesa, el trabajo pesa, la dedicación pesa. A pesar del cariño estrenado del que abusábamos, la vida, como es lógico, no podía reducirse a aquellos maravillosos momentos. Seis semanas después, el teléfono sonaba menos, los encuentros se hacían menos frecuentes.

No había tensión, ni fricciones, ni discusiones absurdas, ni pocas ganas de tenernos, nada negativo que pareciese empañar los cristales de aquel acercamiento sin nombre. Los encuentros, aunque algo más escasos seguían impregnados de aquel no sé qué que los mantenía con vida… y la pequeña flor, increíblemente, tantísimo tiempo después, seguía fresca como el tercer día. Como profeta, pensé, no tendría futuro. Ni la flor se había marchitado, ni daba señales de pretenderlo, ni aquello nuestro parecía tener un final inminente.

La rutina pesa, el trabajo pesa.

Pesa y demanda, y en aquella ocasión, seis semanas y media después, me demandó ausentarme una noche. Decidí dejar a la reina en su trono. A su edad, y a pesar de que las horas no parecían pasar por ella, estimé inapropiado someterla a un viaje tan largo en distancia, tan corto en el tiempo.

La dejé tranquila, sonriente como el tercer día, y le regalé un beso al irme. Los besos saben mejor regalados. Los de compra-venta saben a hiel sobre hojuelas. Pareció hacerme un guiño cómplice al dejar la habitación. También yo sonreía.
El Trabajo pesa quintales. Reuniones, pajarracos de altos vuelos y garra presta para arañar bajos fondos, sonrisas forzadas, desnudas de esencia, palabreo altisonante, preocupaciones triviales, gráficos sin sentido y cuadernos repletos de garabateo abstracto para distraer al sueño… ¿Y los besos? Aquél día no hubo besos por ningún lado… y no era el primero de aquella semana… ni por teléfono, ni tan siquiera en los sueños… ¿Y los besos? Duele mucho que un beso se ausente del sueño.

Algún sueño extraño debió despertarme aquella noche de hotel rancio y me apresuré a comprobar si algún beso se habría colado en forma de mensaje de texto… nada… Algo me dijo que debía llamarte, que tal vez, después de todo, parte de la profecía ya estaba cumplida.

No me equivocaba.

Me puede el pesimismo, y no me faltan razones. No me sorprendió la noticia. Ni un ápice. Ahora compartías tus momentos, tus besos, tus regalos, con otra persona. Hacía algo más de una semana. Quisiste decírmelo y no pudiste. De algún modo, asegurabas, algo vivo te ataba a mí. Me pedías unas disculpas que no eran necesarias.
Te liberé de ese lazo con una sonrisa. Ni un reproche, ni una palabra más alta que otra. ¿Para qué? Daba lo mismo, en serio. Compartimos una fábula hermosa, tierna, pasional, pero tú ya no querías formar parte de ella. Yo ya no podría regalarte besos, tampoco comprártelos o vendértelos. Alquilártelos sería una aberración, me sabrían a vómito.

Si no deseas estar a mi lado, ¿Qué sentido tiene pretender retenerte? Te liberé de ese lazo con una sonrisa y un sincero hasta siempre. Aquí me tendrás si me necesitas.

Sin saber bien por qué, volví a casa aquella misma tarde con un cierto alivio en el corazón, y un punto agridulce en el alma. Cabizbajo, pero con una sonrisa en los labios.

No me sorprendió nada, ni un ápice, llegar al dormitorio y hallar, junto a la lámpara de sal, derramado alrededor de una copita de cristal, el cadáver árido y seco, los rastros apenas, de una rosa que fue.

Despojos de una rosita preciosa que, a juzgar por su aspecto, llevaba semanas muerta.

El pesimismo me puede; profecía autocumplida.

PS A aquellos que hayan supuesto que la rosa de la historia es la rosa de la foto, les diré que suponen bien...


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