Abre las puertas de esta despensa...

De pequeño, mi repulsión irracional hacia el deporte, y mi obtusa tendencia a estar solo, propiciaron que mi deporte favorito consistiera en encerrarme en la despensa de casa, justo bajo la escalera.Tan confinado espacio, repleto de latas de conserva, pastas, legumbres y botes de Cola-Cao, fue campo de cultivo ideal para las semillas que mi imaginación derrochaba, como era propio a mis escasos años. Fui allí presentador, mago, científico loco y decorador del Un, Dos, Tres... Fui todo lo que quise en cada momento. En modesto homenaje a aquel cubículo preñado de ilusión, vaya este blog donde ser otras mil cosas, ahora que los años no son tan pocos...Abre la puerta y entra en mi despensa, tal vez, aunque sea por un segundo, tu ansia de curiosidad infinita sea, como lo fue la mía en su momento, saciada.

PS. Se admiten comentarios y crítica constructiva, al fin y al cabo es la mejor base para mejorar.



domingo, 28 de febrero de 2010

Ratas Muertas y Trajes de Novia

El pincel le miraba rancio, con el gesto torcido y seco de un pájaro muerto. Debió olvidarlo ahí, en aquel vasito huérfano de yogur donde la esencia de trementina arrancaba el color a las cerdas untadas de tonos inútiles, la última vez que se puso a pintar. De eso hacía ya tiempo, aunque no sabía decir exactamente cuanto. Días, semanas tal vez.
La falta de inspiración no era un problema, más bien lo era la desidia. Pero tenía que trabajar.
El teléfono móvil yacía inerte en la esquina más vacía de la gran mesa de estudio. Se había hecho fuerte en su silencio, y aquella presencia chiquita en aquella esquina vacía y callada parecía ocupar tanto la estancia que apenas le dejaba respirar con claridad. Llevado por un impulso que llevaba días germinando en sus músculos, lo cogió de un manotazo y lo enterró el último cajón de la mesilla de los pinceles.
Su iris color musgo reflejaba el discreto reloj de la pared de enfrente. Eran las cuatro y media de la tarde. El sol se tumbaba a lo largo a través de las cristaleras, manchándolo todo de una luz templada que sólo ocurre en los meses de invierno. Las sombras de cada objeto que poblaba el estudio comenzaban entonces su lenta huida del sol hasta tocar y fundirse con la noche a la que, curiosamente, se parecían tanto, pero no pertenecían. Maquinalmente, como un cirujano que se lava las manos antes de operar, sacó al pincel de su letargo y lo enjuagó bajo el chaparrón gélido de un grifo.
La falta de inspiración no era el problema, más bien lo era la desidia. Tenía que trabajar, pero no tenía ganas.
Abrió el cajón último de la mesilla de los pinceles. Necesitaba un pincel para manchar, se mintió, sabiendo que jamás había manchado sin un esbozo a lápiz sobre el lienzo. Miró de soslayo el móvil, por no dar importancia al gesto que cada célula de su cerebro ordenaba. Negro. Silencio oscuro en la pantalla. Por justificar la apertura del cajón, buscó el pincel que acababa de enjuagar y lo guardó allí, sacando otro que estaba aún sin estrenar. Rozó el aparato telefónico y sintió una especie de descarga eléctrica. Por no llorar, esbozó una sonrisa.
La falta de amor nunca le supuso un problema. Pero la desidia de los demás hacía que le hirviera la sangre.
Como el que busca calor en un trozo de hielo, paseó la vista por los cuadros que adornaban aquél espacio. Tal vez su obra anterior le inspirase temas nuevos que plasmar en el lienzo yermo que tenía delante. Sus ojos se detuvieron en un trabajo suyo de hacía unos años. Una maraña de gran formato en colores apagados que vagamente recordaban un animal, un animal bañado en algún salpicón espeso de carmín. Un animal de ojos vacíos.
“Ratas Muertas” fue probablemente su primer éxito de crítica y, curiosamente, también comercial. Todos los ejemplares que se expusieron, salvo aquél, el mayor de todos en tamaño y quizás también el de mayor realismo conceptual, se vendieron en un plazo de tiempo relativamente corto. Una serie de óleos que hacían honor al título de la colección, sin necesidad de presentar una obvia galería de roedores post mortem. Las obras se presentaron alternadas con fotos de diversos dictadores ya fallecidos, recopiladas por él mismo, y una enorme foto que despedía al visitante en la forma del ex presidente de los Estados Unidos, G.W. Bush. Los críticos vieron un golpe de efecto en aquél montaje digno de un genio en ciernes. A Salvador, cuanto más pensaba en ello, más le parecía la mayor gilipollez que se le había podido ocurrir. Aunque fue un buen ardid, si bien inconsciente, para desviar la atención del verdadero significado de la obra. Los “entendidos” del arte abstracto contemporáneo dejaron correr sus elogios de tinta, enfatizando la capacidad del autor para transmitir el sentimiento general en que se encontraba la sociedad respecto a la situación política mundial, utilizando para ello el color, la forma y muy pocas palabras. A Salvador, aquellos comentarios le recordaban que había fracasado a la hora de transmitir lo que pasaba por su cabeza mientras pintaba aquellos cuadros… Y a la vez, cuán exitosa había resultado la cortina de humo en forma de fotos de dictadores. Tan sólo un chaval de dieciséis años, desde las páginas de un diario escolar al que por casualidad tuvo acceso, dio en el clavo, sin acertar de pleno: “Hace unos días, en clase de historia contemporánea, hicimos una salida para ver la exitosa exposición “Ratas Muertas”. Más que historia o política, la obra expuesta me hizo pensar en una persona perdida, a la que todo le sale mal, según los trazos descuidados y sin rumbo, y la elección de colores apagados del fondo a la que se oponían los colores más agresivos de los primeros planos que parecían decir: ¿Alguien puede ayudarme? Las únicas ratas muertas que pude ver fueron las ideas, tal vez los sueños, que el pintor no podía alcanzar”. Salvador hubiese dado una beca a ese chico si llega a encontrarle. No es que aquellas líneas fueran la transcripción exacta de las intenciones de Salvador, pero era sin lugar a duda las que más se acercaron a su intención original. Ciertamente, en su vida, había muchas “ratas muertas”, pero esas sólo a él le pertenecían y ahora, pensándolo con detenimiento, prefería que aquellos expertos y la gente en general siguieran pensando en él como un gran analista político-pictórico. Tampoco veía necesario airear sus miserias en público.
La inspiración, en cualquier caso, nunca había sido un problema. La chispa podía esconderse en cualquier parte, sólo había que saber mirar. Él sabía hacerlo, pero las últimas dos semanas sus ojos estaban permanentemente cubiertos de una neblina que le impedía hacerlo con fluidez.
Siguió mirando en derredor buscando la chispa de marras que hoy también parecía naufragar bajo la niebla.
Niebla, blanquecina y bendita al principio, espesa e incómoda desde hacía unas semanas, es lo que había pintado el pasado reciente en sus días.
Un timbrazo burlesco y socarrón le sacudió de su ensoñación despierta. A pesar de su encierro en un cajón destinado a otros propósitos al final de una mesilla, el sonido era limpio y claro, y llenaba la estancia casi tanto como su anterior silencio. El móvil. ¿Podía ser? Un atisbo de explicación tal vez después de semanas de mutismo… Un mensaje … Al fin.
Más de un pincel cayó al suelo en improvisado redoble, fanfarria espontánea para ocasión tan singular. La mano temblorosa en exceso agarró fuerte aquel artilugio de tecnología japonesa y lo extrajo de su encierro con mil esperanzas enredadas en los dedos. El aparatito, ahora más que nunca, soltaba un chiste propio de un borracho impertinente; Recordatorio: Pruebas traje novia Marta.
Todo quedó en silencio unos segundos. Incluso sus ideas. El único sonido perceptible era el martilleo regular de una pelota de tenis en la casa de al lado.
Casi a diario, sobre esa hora, el repiqueteo amortiguado y regular de una pelota de tenis se colaba a través de los ventanales procedente de la casa de al lado. Tras la pelota, raqueta en mano, un jugador rubio, joven, fibrado, guapo, de ojos azules y bucles húmedos por el esfuerzo brillaba al sol invernal de media tarde. En realidad, nunca le había visto y probablemente ni se trataba de un chico rubio, ni especialmente atractivo. A Salvador le gustaba pensar que sí. La imaginación es como el arte; Ve sólo lo que desea. Y Fantasear era uno de sus pasatiempos favoritos. Y no cuesta nada. Además, imaginando…
Todo aquel divagar sobre imaginaciones rubias, no podían sacar de su cabeza la realidad azabache que acababa de tronar en su cabeza y en el mecanismo de aquel telefonillo.
Deseaba cualquier otra cosa menos aquel recordatorio. Cierto es que había prometido a Marta estar para la elección del traje. Hacía unos meses, Marta se había empeñado en que, cuando se acercase la fecha de su enlace matrimonial, Salvador le acompañaría a escoger el vestido más importante de su vida. En aquel preciso instante lo último en que pensaba era en coger el metro hasta el centro y probar sus dotes de Tuareg urbanita en busca de tiendas tras la zumbada de Marta.
Todo por aquella exposición primera que tanto gozó como casi deja en la más absurda bancarrota a aquel artista de profesión y votos. Ahora pensaba a menudo en el porqué de aquella temática extraña que nadie supo entender o valorar en su justa medida, pero que tantísima satisfacción personal le proporcionó.
“Trajes de Novia” era una denominación tan simple como el contenido mismo de los lienzos que componían la colección. Una constante en su obra, como demostraría bien a las claras el paso del tiempo. Aquellas obras, de un realismo formal casi fotográfico, que no dejaba atisbo de duda sobre su dominio de las técnicas clásicas, mostraban una serie de trajes de novia, algunos en sus cajas, otros desplegados, todos aún con la etiqueta colgada.
Toda esta obra adornaba, o desordenaba, según gustos, aquel estudio que le servía de hogar. Veintiún cuadros de los veintisiete que componían la serie andaban aún salpicados por el lugar. Algunos colgados de alguna pared, los más apoyados en suelos y rincones.
Ahora los miraba absorto, incrédulo, como si los cuadros se riesen de él a carcajadas…
En aquél momento, reír era lo que menos le apetecía. Se encontraba ansioso, expectante, simplemente por que no podía comprender el motivo de aquel silencio tan inesperado como insistente. Cierto es que muchas veces antes las cosas no habían ido bien con otros chicos a los que había conocido, pero esta historia había adquirido unas dimensiones descomunales en su frágil corazoncito.
Ahora, mirando absorto sus trajes de novia, mientras reafirmaba su intención más visceral de no acompañar a Marta en su periplo, se daba cuenta de que tenía material más que suficiente para pintar cuatro series más de trajes con etiqueta, trajes sin desembalar, o tal vez sólo cajas de cartón… que en eso parecían haber quedado todas sus historias sentimentales. Porque había sido lo mismo cada vez:
Chico se muere por conocer a chico.
Chico conoce a chico.
Chico se siente pasionalmente atraído por chico.
Al otro chico no le gusta aquél chico. O le manda a freír espárragos después de un “te quiero”…
Chico se muere por haber conocido a chico….
Y volvemos a empezar.
Conoció a Pedro queriendo querer, una constante en su vida, obra y escasos milagros. Una de esas reuniones sociales de solteros y citas rápidas, que tan en boga se encontraban a la sazón, fue el escenario que propició su primer encuentro.
“Nunca se va a fijar en un tipo como yo” fueron las primeras, y odiosas, palabras que tirotearon su pensamiento cuando el tiovivo de mesas, bebidas y venidas hizo coincidir sus dos taburetes frente a frente. No importaba cuántos manuales de autoayuda hubiese devorado en varias décadas, aquel maldito cliché saltaba siempre como un resorte y se colaba en los títulos de crédito de cada encuentro, o encontronazo, con algún espécimen atractivo de su propio sexo. Atractivo, sin embargo, era un adjetivo pobre para describir la riqueza cromática de Pedro, sus líneas definidas, su contraluz rotundo contra los espejos del local, su textura mixta de acero y lana, su simetría rota. Medio botellín y un “vámonos a otro sitio”, habían bastado para, por esta vez, dar carpetazo a la dichosa frasecita y juntarles frenéticamente en la cama del estudio, haciéndoles follar como animales bajo un “Sin Título” de Carolina Alcázar.
“No me lo puedo creer” repetía su imbécil interior entre jadeos, besos, pellizcos, mordiscos, caricias, sudor y naderías al oído. Llegados al orgasmo, el cuerpo de Pedro se desplomó como una torre dinamitada sobre el torso de Salvador. En el silencio sagrado que siguió a aquel momento, Salvador olvidó su ateísmo y elevó al cielo su más sentido “gracias”.
Siguieron un par de meses de cafés, sexo desmedido, como tiene que ser el sexo, charlas de madrugada y amaneceres de éxtasis creativo. Parecía que, después de todo, la mitología Bíblica llevaba razón: San Pedro tenía las llaves del cielo.
Pero Salvador olvidó, tal vez, en su limbo de pasión recién estrenado, que las llaves, lo mismo que abren, también sirven para cerrar…
Nos vemos el sábado, guapo.
La voz rasgada y en extremo sexual que Pedro exhalaba incluso a través del móvil, quedaba grabada a fuego en cada conversación. Salvador podía haber convertido en oro pictórico cada una de aquellas palabras, por otro lado sencillas, que le servían d elixir vital durante aquellos días.
Nos vemos el sábado, guapo.
De eso hacía dos semanas y nada más se había sabido de Pedro y su voz rasgada o su sexo fuerte. Ni una explicación, ni una disculpa… nada.
Incomprensible, inexplicable, hiriente.
Con lágrimas temblorosas, atrapadas aún en el párpado inferior, Salvador miró al frente. Sin saber cómo, había empezado un nuevo lienzo.
Esbozado sobre él, ratas muertas.
Muertas tras haber devorado con fruición otro maltrecho traje de novia.

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