La sonrisa de Virginia brillaba más que ninguna entre las de aquellos niños vestidos con demasiada formalidad para sus pocos años. Tú estabas al lado, simpático y sonriente también, tus labios pegados, al contrario que los de Virginia que revelaban hileras de dientes como toallas blancas tendidas al sol de la mañana.
Bajo la manta, se extendía el universo. Un universo átono de azules pastel y líneas difusas. Al este, en el extremo más oriental que formaba un cabo pequeño de abrupta piedra suave, el marinero esperaba, apoyado casi sin querer en la farola, su cuerpo en torsión blanda y sensual no pretendida, fumando un pitillo que colgaba de sus labios grana con una laxitud que invitaba al deseo extremo. Sus miembros dorados por la espuma de las sábanas y el sol poniente que anaranjaba sus mejillas púrpura con cien destellos de cobre hirviente. Su piel húmeda y blanca como la leche recién ordeñada, moteada en puntos oscuros que inspiraban no sé qué mapas a los ojos del explorador cautivo cargada de dorados pasajes de sal incrustada y soles ponientes…
Sus ojos, dos joyas grises hundidas en sombras fantasmales, envueltos en no sé qué negrura de pestañas salvajes. Escarabajos de pata inmóvil y brillo incrustado. Fantasías pulidas de mejilla sonrosada e imaginación caliente.
Virginia sonreía más que nadie en los cielos. Pero tu sonrisa no era vana, destacaba imponente sobre otras más de carrete y flash.
Entre los blancos cojines de naciente y las suaves rocas orientales de marineros aparcados en farolas blandas, islotes tremendos de recuerdo preso en libros blanquirrotos.
Compendio de lo bueno (y lo malo) acontecido durante la enfermedad larga (y corta) que acabó con tu vida. Aquél islote de pasta dura, blanco roto de adornos dorados en un barroco presuntuoso y hortera, anunciaba tu fuerza y tu desdicha como el faro que no existía a ambos lados del océano textil que separaba las orillas de ambos mundos.
El libro se abría a media mañana, mostrando apenas los trazos débiles que tus manos terminales habían trazado en bolígrafos desgastados sobre paquetes vacíos de suero o recetas caducas.
“Esta tarde me hizo una visita la ilusión… pero se quedó tan poco tiempo… de algún modo sigo teniendo fuerzas para seguir adelante, pero por otra parte… Dios, ayúdame, tengo tantas ganas de vomitar…”
“Esta mañana sonreí, sin saber bien por qué…”
“Al contrario de lo que todos dicen, qué cerca está el principio…”
No puedo leer demasiado en los suelos húmedos de estas páginas epílogas de tu tiempo. Mis lágrimas manchan todo y borran lo poco firme que quedaba de tus trazos. Y la barquilla de palitos quebradizos y papel reblandecido no resistirán las olas.
Yo había imaginado este mundo de invierno eterno. Un invierno gélido dónde ninguno pasa frío bajo las cobijas pesadas y calientes, dentro de casitas pequeñas y puntiagudas, donde la nieve resbala sin pensar y decora el suelo en mil formas imposibles. Un mundo de licores violeta que endulzan los pensamientos sin quitar su amargo poso de desesperanza infinita.
Sin embargo, me encontré con mares de tela, marineros esquivos y libros enfermizos que palidecían al pasar veloz de los segundos…
Virginia sonreía más que nadie, casi insultante en su alegría verdadera sin impostar- nadie sonreía así si no era impostado, falso, un posado ensayado para una revista barata, pero ella sonreía llena de certeza, al lado de tu sonrisa de dientes reservados. Al lado de tu sonrisa, ya ausente de por vida
El marinero ha cogido una cuerda gruesa que carga sobre la firme espalda de músculo rígido y venenos diluidos. Con las piernas separadas en un arco impensablemente erótico, tira del blanco roto de tus páginas que ya se hunden en la tela azul de las enaguas… no hay erotismo que pueda salvar tus palabras agridulces, pero el agua hierve en borbotones fucsia y el mar de algodón eructa tu espíritu mismo en forma de sonrisa difusa sobre los cielos de franela. Tu marcha, dicen ahora las estrellas de poniente, no debe traducirse en lágrimas vanas, sino en lecciones concretas de alegría vital.
Silencioso, el marinero suelta su pesada amarra tras de sí mientras sorbe el cigarrillo que cuelga inerte entre sus labios de grana viva. Otra farola ha crecido para su hombro amplio y se para, siempre en su postura sugerente, soslayando los ojos en diestra llamada carnal desde su cuerpo breve como un silbido, imponente como un anochecer en la arena.
Desde el otro mundo, allá en naciente, sólo veo en el cielo de rayas multicolor, la sonrisa de Virginia que brilla más que las demás. Tu sonrisa a su lado sin querer hacerle sombra. Qué hermosa lección de humildad, primo.
Espero verte al abrir los ojos, aunque ahora ya sé que siempre estarás conmigo.
jueves, 2 de diciembre de 2010
domingo, 29 de agosto de 2010
Puertas
Siete puertas iguales
Todas abiertas, todas cerradas.
Siete puertas y diez mil incógnitas en la oscuridad.
Da igual el deseo,
Nadie de este lado.
Siete puertas iguales y los pies no se mueven.
Rezuman las rocas licores dulces de noche,
Amargos de hiel a la mañana,
Martilleos de cabecero inquieto sin razón.
La habitación era oscura
Con las ventanas abiertas
Y los pomos de las puertas,
Las siete puertas,
Parecían tan lejos…
El suelo tierno, pringoso,
Un fondo pensado que puede bajar más aún en su deleble
Inestabilidad onírica,
Un gozo machacado sin fondo,
Un gozo sin fondo,
Agujereado… un agujero en el hoyo,
Un piso menos tras cada piso
En el sótano.
Siete puertas iguales,
Diez mil interrogantes,
Seiscientas sensaciones,
Siete puertas por delante
Y en tus libros de texto, tan sólo preguntas,
Ninguna respuesta.
Todas abiertas, todas cerradas.
Siete puertas y diez mil incógnitas en la oscuridad.
Da igual el deseo,
Nadie de este lado.
Siete puertas iguales y los pies no se mueven.
Rezuman las rocas licores dulces de noche,
Amargos de hiel a la mañana,
Martilleos de cabecero inquieto sin razón.
La habitación era oscura
Con las ventanas abiertas
Y los pomos de las puertas,
Las siete puertas,
Parecían tan lejos…
El suelo tierno, pringoso,
Un fondo pensado que puede bajar más aún en su deleble
Inestabilidad onírica,
Un gozo machacado sin fondo,
Un gozo sin fondo,
Agujereado… un agujero en el hoyo,
Un piso menos tras cada piso
En el sótano.
Siete puertas iguales,
Diez mil interrogantes,
Seiscientas sensaciones,
Siete puertas por delante
Y en tus libros de texto, tan sólo preguntas,
Ninguna respuesta.
miércoles, 23 de junio de 2010
"El Indio"
Para aquél que tanto me gustaba, pero, por más que lo intenté, jamás llegó a cruzar palabra conmigo. Un beso, doquiera que estés.
Para la mayoría, pasa desapercibido, de mañana con la fresquita o a media tarde, con los cabellos dorados del mediodía sombreando su rostro, en aquel pequeño tractorcillo con el que a veces trabaja. Ahí enclaustrado como un canario en su breve jaulilla, apenas se le ve si uno no presta atención.
Aunque él, al contrario que los pajarillos enjaulados, no cante, algo parece llamarme desde su interior cuando pasa, despacio, Corredera abajo o camino al polvero. Para mí, Madre, lo último que puede pasar es desapercibido.
Se llama Sergio, me ha parecido oírselo llamar vociferando a algún obrero, pero en el pueblo casi todos le conocen como “El Indio”. Es bajito, más bajito que yo, en todo caso, pero le pasa como a esos perfumes tan caros… Es cierto, Madre, que sus rasgos tienen un algo de la América infinita que hace tanto pretendimos descubrir, de ahí el apodo. A mí se me antoja una mezcla de rasgada mirada azteca y pómulos de nativo norteamericano enmarcados en un rostro fuertemente mediterráneo y salado como ese mar que tan lejos queda; con el mentón y la mandíbula fuerte de esos griegos que pelean, o se abrazan, en las vasijas antiguas; que pasan la eternidad de pie cincelados en marmórea petrificación divinizada por la mano del hombre.
Nos encontramos, de manera fortuita, en una de las salas de espera del consultorio, esas pintadas de gris y amarillo que tanto huelen a catarro fingido y botecillos de alcohol, una mañana a primeros de verano. Ya no recuerdo hace cuánto. Por los ventanales, sin importar lo más mínimo los cristales, la fea reja de hierro, o el aire acondicionado, que ronroneaba como un gato cansino, el sol se colaba a calentar aquella estancia de pacientes sin paciencia, sudorosos, que tanto nos quejábamos de tener que esperar turno, aunque luego quisiésemos pasar todos media hora contando penas al médico, cansado del traqueteo de enfermedades diarias y algún que otro susto sin final feliz.
Verle allí, desnudo de maquinaria y sombras, hizo, no bromeo, Madre, que olvidase qué me llevaba hasta la consulta.
Dejé de oír la insoportable letanía de las viejas, y alguna no tan vetusta, sobre el calor, los viejos tiempos, la vecina que anoche, como tantas otras, había recibido la visita de tal o cual chico, los dolores de piernas que más parecían competiciones – si a una le dolía algo, la otra tenía algo que le dolía más - , los precios que estaban por las nubes, el abuelete que murió hacía unos días… hasta el mareo que era la causa de mi espera desesperada pareció ceder al verle.
Allí sentado, sencillo, con la vista perdida en no sé qué recuerdo o preocupación temprana, parecía la recreación carnal surgida de las ágiles manos de un imaginero sevillano. Tranquilo en su espera, impaciente por momentos. La mandíbula tensa en un perfil perfectamente recortado contra la pared blanca. Los ojos negros, inmensos en su estrechez cuasi afeminada, el labio perfecto, serio, provocativo, boca recién extraída de la madera noble de algún árbol milenario con el cuchillo blando, las cejas rotundas, definidas en gruesa amplitud masculina, breves trazos de pincel negro. Los brazos fuertes, redondos, perfilados como un boceto al carboncillo, las manos juntas surcadas en peculiar danza de venas entrelazadas. El amplio pecho, definido in extremis, como un duro cartelón que anunciase una valía sin nombre, el pezón travieso, tierno, rascando la piel de la camiseta en lujuriosa insinuación carnal, las piernas morenas, lisas, como un maniquí vivo amasado de clavo y canela en rama.
Estaba tan serio, tan concentrado en sus Dios sabe qué, sin mirar a nada o a nadie, y yo moría por preguntarle de lejos ¿Dónde estás? ¿En qué piensas?... ¿En quién piensas?
De repente, algún recuerdillo sabroso pasó por su mente y dibujó una fugaz sonrisa en aquel rostro de madera policromada. Mi alma dio un salto. Un escalofrío pequeño y agridulce me atravesó la sien… y volví a la sala de espera de las viejas, las nuevas, los enfermos, los fallecidos, y los muertos en vida… siempre sin dejar de contemplarle, como a esas obras de arte que nada significan para nadie y lo son todo para algunos.
Verle allí, y después, por consiguiente, verle – dónde quiera, daba igual – pasar caminando, o en su vespilla azulona, como el cielo que parecía prometer aquella sonrisa esbozada, doblando como el aire virulento de invierno la esquina de Las Monjas, o en aquella jaula para humanos que hacía surcos en la tierra parda, cubierto de polvo al atardecer, o bajo el cañizo cuando la Boda de Frascuelo, su cara ¡tan guapa!, azebrada de juguetonas sombras su fina estampa impecable , dejando su impronta en aquellas fotos del artista Francés que vino de paso… Verle fumar suave y rudo un cigarrillo al mediodía, tinto en barra, charloteando con los demás obreros, el negro infinito de su pelo corto acariciado a veces por una mano descuidada de sensuales dedos reptantes, verle caminar hacia el universo mismo imaginando lo que su ropa no dejaba ver a las claras…
Verle tan sólo, era como dar un mazazo a espacio y tiempo y quedar impregnado, en segundos eternos, de aquella juventud rebosante de exuberancia, de tanta virilidad concentrada en un ser tan pequeño al lado de ese Universo, pero capaz de ganarle el pulso y minimizarlo en cada epifanía… Verle significaba olvidarme de mí mismo y de todo y todos por esos nimios instantes, quedar quieto, vegetal y revoloteando por dentro, con mil pájaros de fuego dislocados golpeándome fuerte el pecho… Verle era divinizarle sin pretenderlo, extasiándome como los santos que decoran, grotescos, las hornacinas de algunas catedrales…
Tanto es así, Madre, que llegó a tomarme celos, cuentan, su novia… ¡A mí!
“Ese te mira mucho” - Dicen que le dijo alguna vez… no creo que llegue a saber lo que él opina de esos comentarios de zagalilla insegura... ¡Pero qué idea más absurda tener celos de un poeta que sólo vive de fantasías hechas papel entintado! ¡Es como temer que una de esas hojas desgajadas de un arbolillo en otoño destruya una estatua de bronce!
Para mí, en aquellos días de soledad vana, verle era un elixir de vida insulso, un placebo de sol para días grises de lluvia calada, una mentira a las claras que yo, turbiamente, me empeñaba en creer…
No andaré con más rodeos, Madre, ni poesía inintencionadamente preciosista y barata, lo diré con las palabras más claras que sé:
Pasa desapercibido, a veces. Se llama Sergio, pero en el pueblo todos le conocen como “El Indio”. Desde que le vi por primera vez tuve claro que se trataba de un pequeño frasco de perfume, antediluviano como nuestros albores y fresco como las amapolas de esta primavera. Para mí, no es más que todo aquello que siempre deseé y que tanto -¿Por qué, Madre? – sigo temiendo; la esencia perfecta de la virilidad concentrada en un hombrecillo de carne y sexo.
Para la mayoría, pasa desapercibido, de mañana con la fresquita o a media tarde, con los cabellos dorados del mediodía sombreando su rostro, en aquel pequeño tractorcillo con el que a veces trabaja. Ahí enclaustrado como un canario en su breve jaulilla, apenas se le ve si uno no presta atención.
Aunque él, al contrario que los pajarillos enjaulados, no cante, algo parece llamarme desde su interior cuando pasa, despacio, Corredera abajo o camino al polvero. Para mí, Madre, lo último que puede pasar es desapercibido.
Se llama Sergio, me ha parecido oírselo llamar vociferando a algún obrero, pero en el pueblo casi todos le conocen como “El Indio”. Es bajito, más bajito que yo, en todo caso, pero le pasa como a esos perfumes tan caros… Es cierto, Madre, que sus rasgos tienen un algo de la América infinita que hace tanto pretendimos descubrir, de ahí el apodo. A mí se me antoja una mezcla de rasgada mirada azteca y pómulos de nativo norteamericano enmarcados en un rostro fuertemente mediterráneo y salado como ese mar que tan lejos queda; con el mentón y la mandíbula fuerte de esos griegos que pelean, o se abrazan, en las vasijas antiguas; que pasan la eternidad de pie cincelados en marmórea petrificación divinizada por la mano del hombre.
Nos encontramos, de manera fortuita, en una de las salas de espera del consultorio, esas pintadas de gris y amarillo que tanto huelen a catarro fingido y botecillos de alcohol, una mañana a primeros de verano. Ya no recuerdo hace cuánto. Por los ventanales, sin importar lo más mínimo los cristales, la fea reja de hierro, o el aire acondicionado, que ronroneaba como un gato cansino, el sol se colaba a calentar aquella estancia de pacientes sin paciencia, sudorosos, que tanto nos quejábamos de tener que esperar turno, aunque luego quisiésemos pasar todos media hora contando penas al médico, cansado del traqueteo de enfermedades diarias y algún que otro susto sin final feliz.
Verle allí, desnudo de maquinaria y sombras, hizo, no bromeo, Madre, que olvidase qué me llevaba hasta la consulta.
Dejé de oír la insoportable letanía de las viejas, y alguna no tan vetusta, sobre el calor, los viejos tiempos, la vecina que anoche, como tantas otras, había recibido la visita de tal o cual chico, los dolores de piernas que más parecían competiciones – si a una le dolía algo, la otra tenía algo que le dolía más - , los precios que estaban por las nubes, el abuelete que murió hacía unos días… hasta el mareo que era la causa de mi espera desesperada pareció ceder al verle.
Allí sentado, sencillo, con la vista perdida en no sé qué recuerdo o preocupación temprana, parecía la recreación carnal surgida de las ágiles manos de un imaginero sevillano. Tranquilo en su espera, impaciente por momentos. La mandíbula tensa en un perfil perfectamente recortado contra la pared blanca. Los ojos negros, inmensos en su estrechez cuasi afeminada, el labio perfecto, serio, provocativo, boca recién extraída de la madera noble de algún árbol milenario con el cuchillo blando, las cejas rotundas, definidas en gruesa amplitud masculina, breves trazos de pincel negro. Los brazos fuertes, redondos, perfilados como un boceto al carboncillo, las manos juntas surcadas en peculiar danza de venas entrelazadas. El amplio pecho, definido in extremis, como un duro cartelón que anunciase una valía sin nombre, el pezón travieso, tierno, rascando la piel de la camiseta en lujuriosa insinuación carnal, las piernas morenas, lisas, como un maniquí vivo amasado de clavo y canela en rama.
Estaba tan serio, tan concentrado en sus Dios sabe qué, sin mirar a nada o a nadie, y yo moría por preguntarle de lejos ¿Dónde estás? ¿En qué piensas?... ¿En quién piensas?
De repente, algún recuerdillo sabroso pasó por su mente y dibujó una fugaz sonrisa en aquel rostro de madera policromada. Mi alma dio un salto. Un escalofrío pequeño y agridulce me atravesó la sien… y volví a la sala de espera de las viejas, las nuevas, los enfermos, los fallecidos, y los muertos en vida… siempre sin dejar de contemplarle, como a esas obras de arte que nada significan para nadie y lo son todo para algunos.
Verle allí, y después, por consiguiente, verle – dónde quiera, daba igual – pasar caminando, o en su vespilla azulona, como el cielo que parecía prometer aquella sonrisa esbozada, doblando como el aire virulento de invierno la esquina de Las Monjas, o en aquella jaula para humanos que hacía surcos en la tierra parda, cubierto de polvo al atardecer, o bajo el cañizo cuando la Boda de Frascuelo, su cara ¡tan guapa!, azebrada de juguetonas sombras su fina estampa impecable , dejando su impronta en aquellas fotos del artista Francés que vino de paso… Verle fumar suave y rudo un cigarrillo al mediodía, tinto en barra, charloteando con los demás obreros, el negro infinito de su pelo corto acariciado a veces por una mano descuidada de sensuales dedos reptantes, verle caminar hacia el universo mismo imaginando lo que su ropa no dejaba ver a las claras…
Verle tan sólo, era como dar un mazazo a espacio y tiempo y quedar impregnado, en segundos eternos, de aquella juventud rebosante de exuberancia, de tanta virilidad concentrada en un ser tan pequeño al lado de ese Universo, pero capaz de ganarle el pulso y minimizarlo en cada epifanía… Verle significaba olvidarme de mí mismo y de todo y todos por esos nimios instantes, quedar quieto, vegetal y revoloteando por dentro, con mil pájaros de fuego dislocados golpeándome fuerte el pecho… Verle era divinizarle sin pretenderlo, extasiándome como los santos que decoran, grotescos, las hornacinas de algunas catedrales…
Tanto es así, Madre, que llegó a tomarme celos, cuentan, su novia… ¡A mí!
“Ese te mira mucho” - Dicen que le dijo alguna vez… no creo que llegue a saber lo que él opina de esos comentarios de zagalilla insegura... ¡Pero qué idea más absurda tener celos de un poeta que sólo vive de fantasías hechas papel entintado! ¡Es como temer que una de esas hojas desgajadas de un arbolillo en otoño destruya una estatua de bronce!
Para mí, en aquellos días de soledad vana, verle era un elixir de vida insulso, un placebo de sol para días grises de lluvia calada, una mentira a las claras que yo, turbiamente, me empeñaba en creer…
No andaré con más rodeos, Madre, ni poesía inintencionadamente preciosista y barata, lo diré con las palabras más claras que sé:
Pasa desapercibido, a veces. Se llama Sergio, pero en el pueblo todos le conocen como “El Indio”. Desde que le vi por primera vez tuve claro que se trataba de un pequeño frasco de perfume, antediluviano como nuestros albores y fresco como las amapolas de esta primavera. Para mí, no es más que todo aquello que siempre deseé y que tanto -¿Por qué, Madre? – sigo temiendo; la esencia perfecta de la virilidad concentrada en un hombrecillo de carne y sexo.
martes, 22 de junio de 2010
Hora de la Siesta
La hora de la siesta se desploma, culona y desganada, machacante, sobre los tejados y calles, inundando todo de un sopor efímero y una calor seca que nos caverniza en persianas bajadas y flotantes cortinillas de tela oscura sobre las puertas. Estancias umbrías en mitad de la calima.
Tiempo muerto en vida. Relojes derretidos sin Dalí.
Calle Alondra, árida y seca como el Atacama, silba inaudible una pequeña melodía de brisa caliente y quieta. No se oye un pájaro, un perro, un coche. Las criaturas duermen, o hibernan en el rigor del verano andaluz a la tenue sombrilla de una canal, un tejadillo, bajo los soportales, escondidas en la yedra o la adelfa florida.
En la habitación amarilla, una rajilla de limón encendido, robada al cierre persianero, asoma su cabezuela en dulce juego horizontal sobre mi testa enterrada en el cojín pequeño de la cama grande. Mi cuerpo, sudoroso de la hora desplomada, se abraza a su almohada, callada amante de noches incontables. Lo que guarde de estas tardes, tan parecidas a madrugadas de rota duermevela pasada, como vaticinó, tiempo ha, aquella poetisa andrógina, será sólo el sabor de un alma sola…
El suelo, desafiante, se mantiene frío en la cueva improvisada del mediodía, ahíto de pies descalzos y alguna gota de gazpacho perdida a los vasos. Parece tan alto el techo como una gaviota rara sin alas que desde arriba no grita… los párpados se hunden, el pensamiento es libre…
Calla el mundo afuera en apabullante sofoco dominguero. Dentro, al lado de la cama grande, la cunita chica, rebosando vida aletargada. Respira fuerte Minicé, ¡motecillos del cariño! Celia, mi Celia bonita, preciosa. En un sueño profundo de nuevas realidades descubiertas. Sus ojos, nuevos aún, chispeantes de vida estrenada apenas, ahora cerrados, tan dulces, que parecen emanar ellos el olor melocotón que envuelve a mi sobrinilla como un aura mística de cariño desmedido. ¡Hermoso trocito de existencia temprana! Cascabelea, hasta en su silencio siestero, de sonrisas pueriles y balbuceos que arrancan suave las nuestras cada tarde…
Papá ronca, como un gramófono al final del surco, cansado y profundo, en la habitación del fondo. Resopla mamá en el sofá largo de cuello incómodo, la tele encendida sin volumen en dislocado vaivén de figurillas absurdas e infernales, mudas a Dios gracias.
La hora de la siesta se desploma, desganada y culona, sobre la maraña de callejuelas calientes del pueblo blanco… y mi cabeza escribe, en su sueño aún despierto, todo aquel poema fantástico e irreal que mis dedos vagos jamás serán capaces de atrapar cuando vuelva a estar despierto…
Tiempo muerto en vida. Relojes derretidos sin Dalí.
Calle Alondra, árida y seca como el Atacama, silba inaudible una pequeña melodía de brisa caliente y quieta. No se oye un pájaro, un perro, un coche. Las criaturas duermen, o hibernan en el rigor del verano andaluz a la tenue sombrilla de una canal, un tejadillo, bajo los soportales, escondidas en la yedra o la adelfa florida.
En la habitación amarilla, una rajilla de limón encendido, robada al cierre persianero, asoma su cabezuela en dulce juego horizontal sobre mi testa enterrada en el cojín pequeño de la cama grande. Mi cuerpo, sudoroso de la hora desplomada, se abraza a su almohada, callada amante de noches incontables. Lo que guarde de estas tardes, tan parecidas a madrugadas de rota duermevela pasada, como vaticinó, tiempo ha, aquella poetisa andrógina, será sólo el sabor de un alma sola…
El suelo, desafiante, se mantiene frío en la cueva improvisada del mediodía, ahíto de pies descalzos y alguna gota de gazpacho perdida a los vasos. Parece tan alto el techo como una gaviota rara sin alas que desde arriba no grita… los párpados se hunden, el pensamiento es libre…
Calla el mundo afuera en apabullante sofoco dominguero. Dentro, al lado de la cama grande, la cunita chica, rebosando vida aletargada. Respira fuerte Minicé, ¡motecillos del cariño! Celia, mi Celia bonita, preciosa. En un sueño profundo de nuevas realidades descubiertas. Sus ojos, nuevos aún, chispeantes de vida estrenada apenas, ahora cerrados, tan dulces, que parecen emanar ellos el olor melocotón que envuelve a mi sobrinilla como un aura mística de cariño desmedido. ¡Hermoso trocito de existencia temprana! Cascabelea, hasta en su silencio siestero, de sonrisas pueriles y balbuceos que arrancan suave las nuestras cada tarde…
Papá ronca, como un gramófono al final del surco, cansado y profundo, en la habitación del fondo. Resopla mamá en el sofá largo de cuello incómodo, la tele encendida sin volumen en dislocado vaivén de figurillas absurdas e infernales, mudas a Dios gracias.
La hora de la siesta se desploma, desganada y culona, sobre la maraña de callejuelas calientes del pueblo blanco… y mi cabeza escribe, en su sueño aún despierto, todo aquel poema fantástico e irreal que mis dedos vagos jamás serán capaces de atrapar cuando vuelva a estar despierto…
sábado, 12 de junio de 2010
Elegía
Vaya esta humilde elegía a Panchito, uno de los burros del refugio que, tristemente, nos dejó hace pocos días.
Yo no sé si en el cielo habrá prados, Panchito. Tampoco sé si te pondrán la comida de mañana, triturada en blanda mezcla perfumada, con el cariño de las manos que aquí abajo lo hacían. Ni cómo será la comida de la tarde que tanto disfrutabas. Ni siquiera sé, Panchito, si los burritos van al cielo…
A ciencia cierta sé, sin embargo, que allá donde reside tu alma hace pocos días, tu pata ya no estará torcida, ni dolerán tus huesos, esos de los que jamás te quejabas. No necesitarás ayuda al levantarte, ni una singular capa para protegerte del frío.
Aquí abajo, Panchito, sabemos a ciencia cierta cuánto te vamos a echar de menos… tu cabezota suave asomando al pasillo del patio, tu hociquillo breve, curioso y blanco de pelo nevado, tus ojos como dos canicas negras investigando a los visitantes, tus manera dulce y tranquila.
Echaremos de menos tu paso sosegado, tu siesta contra el muro blanco de la casa, el tope suave de tu hocico cuando nos acercábamos, tus peleillas de juego con Trevoski… Él te extraña mucho, ¿sabes? No sabemos bien, pero todos creemos que es muy consciente de tu marcha y te busca cabizbajo por los recodos del prado, con un caminar desinflado, preguntando acaso a los burritos adyacentes si te han visto, con la certeza de tu muerte en el reflejo de sus ojos viejos. Trevoski te quería tanto como todos nosotros.
Yo no sé, Panchito, si en el cielo habrá prados. A nosotros, nos queda la satisfacción, al menos, de haberte acogido en este cielo pequeño que es vuestro Refugio, de haberte visto disfrutar de tantos días de sol, lluvia o nieve en compañía de tu inseparable amigo. Desde donde estés, sabemos que vas a cuidarle. Y tanto a él como a nosotros, nos quedará la enorme sensación de alegría de habernos cruzado contigo en nuestro camino.
Yo no sé si los burritos van al cielo, tampoco yo sé si habrá un lugar así para alguno de los que aquí seguimos caminando.
Si lo hay, viejo amigo, no hay duda de que un día, si alguno llegamos a ese lugar, podremos darte, de nuevo, un millón de abrazos.
Yo no sé si en el cielo habrá prados, Panchito. Tampoco sé si te pondrán la comida de mañana, triturada en blanda mezcla perfumada, con el cariño de las manos que aquí abajo lo hacían. Ni cómo será la comida de la tarde que tanto disfrutabas. Ni siquiera sé, Panchito, si los burritos van al cielo…
A ciencia cierta sé, sin embargo, que allá donde reside tu alma hace pocos días, tu pata ya no estará torcida, ni dolerán tus huesos, esos de los que jamás te quejabas. No necesitarás ayuda al levantarte, ni una singular capa para protegerte del frío.
Aquí abajo, Panchito, sabemos a ciencia cierta cuánto te vamos a echar de menos… tu cabezota suave asomando al pasillo del patio, tu hociquillo breve, curioso y blanco de pelo nevado, tus ojos como dos canicas negras investigando a los visitantes, tus manera dulce y tranquila.
Echaremos de menos tu paso sosegado, tu siesta contra el muro blanco de la casa, el tope suave de tu hocico cuando nos acercábamos, tus peleillas de juego con Trevoski… Él te extraña mucho, ¿sabes? No sabemos bien, pero todos creemos que es muy consciente de tu marcha y te busca cabizbajo por los recodos del prado, con un caminar desinflado, preguntando acaso a los burritos adyacentes si te han visto, con la certeza de tu muerte en el reflejo de sus ojos viejos. Trevoski te quería tanto como todos nosotros.
Yo no sé, Panchito, si en el cielo habrá prados. A nosotros, nos queda la satisfacción, al menos, de haberte acogido en este cielo pequeño que es vuestro Refugio, de haberte visto disfrutar de tantos días de sol, lluvia o nieve en compañía de tu inseparable amigo. Desde donde estés, sabemos que vas a cuidarle. Y tanto a él como a nosotros, nos quedará la enorme sensación de alegría de habernos cruzado contigo en nuestro camino.
Yo no sé si los burritos van al cielo, tampoco yo sé si habrá un lugar así para alguno de los que aquí seguimos caminando.
Si lo hay, viejo amigo, no hay duda de que un día, si alguno llegamos a ese lugar, podremos darte, de nuevo, un millón de abrazos.
Álex
Dedicada esta entrada a uno de mis mejores amigos, y una de las personas a las que más quiero en el mundo... ¡Cada día me alegro más de que en el corazón haya espacio para tantos de vosotors! Un abrazo para tí en particular, muchachote. recuerda siempre que eres grande.
A veces salía a caminar conmigo. En uno de mis arrebatos veraniegos por perder peso, que iban y venían como las fugaces tormentillas propias de la estación, se ofreció a acompañarme. Bien sabía yo, Madre, que lo suyo no eran las caminatas, ya fueran lo largas que uno quisiera prolongarlas por darles algo más de interés o efectividad. Lo suyo era el deporte, la carrera, la fuerza, la resistencia juvenil de un corazón incansable y unos músculos preñados de vida... No el tranquilo paseo de un poetilla de treinta y pocos. Mucho más agradecía yo entonces su paciente compañía en aquellas llanas caminatas anaranjadas de sol mortecino.
Yo le veía, desde la ventana, acercarse despacio a casa como una rotunda sombra chinesca recortada por el sol de la tarde que le envolvía como un halo envuelve a un dios griego. Tan hermoso era, Madre, tan irreal me parecía.
Recuerdo la primera vez que colisioné por dentro con aquellos ojos suyos de profundo aljibe verdinegro, en la fiestecilla nocturna que despedía a aquella señora inglesa, gordota y roja toda ella como una sandía abierta.
Casi sin querer, distraídos con el ir y venir de los que festejaban, mis ojos se posaron, primero, en unas piernas semidesnudas. Columnas romanas de tez aceitunada en roble macizo. Luego, al instante casi, en sus ojos, aquellos que jamás habían reflejado estas lánguidas pupilas mías… aquellos ojos, ecos acuosos de un alma esmeralda que alzaba la voz en tímidos susurros incongruentes de ilusión frustrada. Faros de luz albahaca emanada de irreales fondos marinos. El todo por la parte y la parte por el todo.
Jamás pensé en él como una persona que mirase. Sus ojos iban más allá. Álex te hacía nadar, supieras o no, en aquellos marecillos redondos de reflejo amazónico, te engullía con su mirada, como un torbellino de agua limpia de verde frescura, sin gula y sin prisa, arrastrándote hacia su noble profundidad sin ahogarte nunca… acunándote siempre con aquella sonrisa, blanco lienzo curvado en el marronzuelo limo de su piel tostada como la hora de la siesta.
Caminaba fuerte, como todo él. Seguro, decidido. Con una rotundidad limpia y fecunda, separando un poco las piernas en un contoneo masculinamente insinuado, exhalando hombría en cada poro de su paso firme.
“¿Qué jase?”
Espetaba las palabras en un dulce y divertido acento sin definición posible. A ratos, su voz se deslizaba suave entre los labios, vivos y granas como dos corazones superpuestos, tranquila y atenuada por una adolescencia aún cercana. En otras ocasiones, su verbo era atronador y sensual, abrazando los oídos con la fuerza de un plantígrado, imponiendo aún con dulzura cargada de trueno, el timbre seguro del hombre en el que ya se había convertido.
Parloteábamos de cualquier cosa, sin censuras, sin recelos, sin falsas intenciones, sin pretensiones escondidas, con la honestidad misma que usan los animales, que tan bien saben vivir sin palabras. Sin palabras a veces conversábamos, en silencios largos de paso arrastrado y mirada perdida.
Yo le notaba perdido, en ocasiones, en medio de esa seguridad varonil que en él parecía predominar, como un niño que se hace el fuerte para ocultar su terror a ojos de los otros. En esos momentos me habría gustado poderle servir de guía ¡Vanidosa pretensión la mía! Yo estaba, en cualquier caso, más perdido que él, pero sin darnos cuenta, uno junto al otro, pisábamos una senda común que unía nuestros espíritus para formar algo nuevo que nada tenía que ver con la carne, como algún idiota llegó a pensar. La gente que carece de vida propia suele jugar a inventarse la de los demás…
Sin saber cómo, me hacía sentir nuevo cada día. La explosión pacífica de una amistad fuerte que aflora tiene a veces en mí ese efecto. Mi pensamiento, mis sensaciones todas, volvían a mi adolescencia en riadas templadas de un dulce licor que me atravesaba dejándome cada vez más limpio. Renovado. A su lado dejaba a ratos de tener treinta y pocos, retornaba a los quince, a las vacilaciones de aquellas dudas hechas chaval… A mi primer amor… aquél amor que nunca fue… ¡Idolatría vana en rojos, canelas y azules!
Se perdía mil veces mi mirada en su ser idolatrado por la humildad de su belleza misma. ¿Cómo se podía ser tan bello y no albergar la menor pizca de vanidad? Supongo que ahí residía esa hermosura, en la simplicidad de lo hermoso no aceptado. En la complejidad de creerse la nada cuando se es un todo infinitamente perfecto… ¡Qué raros somos los humanos, Madre!
A veces salía a caminar conmigo. Qué tardes eternas de caminata anaranjada y violácea como el ocaso mismo, qué ojos acuosos de charca viva, qué caminos de amistad tan sincera…
A veces salía a caminar conmigo, Madre Luna.
Pero bien sabía, a la noche, que nuestros pasos habían de divergir pronto… en esas noches, tú lo sabes mejor que nadie, cuántas lágrimas han caído, tristes, desganadas, por lo que no podía ser y por la certeza, agradables, comprensivas, de que la vereda de su felicidad estaba, irremediablemente, separada de la mía…
A veces salía a caminar conmigo. En uno de mis arrebatos veraniegos por perder peso, que iban y venían como las fugaces tormentillas propias de la estación, se ofreció a acompañarme. Bien sabía yo, Madre, que lo suyo no eran las caminatas, ya fueran lo largas que uno quisiera prolongarlas por darles algo más de interés o efectividad. Lo suyo era el deporte, la carrera, la fuerza, la resistencia juvenil de un corazón incansable y unos músculos preñados de vida... No el tranquilo paseo de un poetilla de treinta y pocos. Mucho más agradecía yo entonces su paciente compañía en aquellas llanas caminatas anaranjadas de sol mortecino.
Yo le veía, desde la ventana, acercarse despacio a casa como una rotunda sombra chinesca recortada por el sol de la tarde que le envolvía como un halo envuelve a un dios griego. Tan hermoso era, Madre, tan irreal me parecía.
Recuerdo la primera vez que colisioné por dentro con aquellos ojos suyos de profundo aljibe verdinegro, en la fiestecilla nocturna que despedía a aquella señora inglesa, gordota y roja toda ella como una sandía abierta.
Casi sin querer, distraídos con el ir y venir de los que festejaban, mis ojos se posaron, primero, en unas piernas semidesnudas. Columnas romanas de tez aceitunada en roble macizo. Luego, al instante casi, en sus ojos, aquellos que jamás habían reflejado estas lánguidas pupilas mías… aquellos ojos, ecos acuosos de un alma esmeralda que alzaba la voz en tímidos susurros incongruentes de ilusión frustrada. Faros de luz albahaca emanada de irreales fondos marinos. El todo por la parte y la parte por el todo.
Jamás pensé en él como una persona que mirase. Sus ojos iban más allá. Álex te hacía nadar, supieras o no, en aquellos marecillos redondos de reflejo amazónico, te engullía con su mirada, como un torbellino de agua limpia de verde frescura, sin gula y sin prisa, arrastrándote hacia su noble profundidad sin ahogarte nunca… acunándote siempre con aquella sonrisa, blanco lienzo curvado en el marronzuelo limo de su piel tostada como la hora de la siesta.
Caminaba fuerte, como todo él. Seguro, decidido. Con una rotundidad limpia y fecunda, separando un poco las piernas en un contoneo masculinamente insinuado, exhalando hombría en cada poro de su paso firme.
“¿Qué jase?”
Espetaba las palabras en un dulce y divertido acento sin definición posible. A ratos, su voz se deslizaba suave entre los labios, vivos y granas como dos corazones superpuestos, tranquila y atenuada por una adolescencia aún cercana. En otras ocasiones, su verbo era atronador y sensual, abrazando los oídos con la fuerza de un plantígrado, imponiendo aún con dulzura cargada de trueno, el timbre seguro del hombre en el que ya se había convertido.
Parloteábamos de cualquier cosa, sin censuras, sin recelos, sin falsas intenciones, sin pretensiones escondidas, con la honestidad misma que usan los animales, que tan bien saben vivir sin palabras. Sin palabras a veces conversábamos, en silencios largos de paso arrastrado y mirada perdida.
Yo le notaba perdido, en ocasiones, en medio de esa seguridad varonil que en él parecía predominar, como un niño que se hace el fuerte para ocultar su terror a ojos de los otros. En esos momentos me habría gustado poderle servir de guía ¡Vanidosa pretensión la mía! Yo estaba, en cualquier caso, más perdido que él, pero sin darnos cuenta, uno junto al otro, pisábamos una senda común que unía nuestros espíritus para formar algo nuevo que nada tenía que ver con la carne, como algún idiota llegó a pensar. La gente que carece de vida propia suele jugar a inventarse la de los demás…
Sin saber cómo, me hacía sentir nuevo cada día. La explosión pacífica de una amistad fuerte que aflora tiene a veces en mí ese efecto. Mi pensamiento, mis sensaciones todas, volvían a mi adolescencia en riadas templadas de un dulce licor que me atravesaba dejándome cada vez más limpio. Renovado. A su lado dejaba a ratos de tener treinta y pocos, retornaba a los quince, a las vacilaciones de aquellas dudas hechas chaval… A mi primer amor… aquél amor que nunca fue… ¡Idolatría vana en rojos, canelas y azules!
Se perdía mil veces mi mirada en su ser idolatrado por la humildad de su belleza misma. ¿Cómo se podía ser tan bello y no albergar la menor pizca de vanidad? Supongo que ahí residía esa hermosura, en la simplicidad de lo hermoso no aceptado. En la complejidad de creerse la nada cuando se es un todo infinitamente perfecto… ¡Qué raros somos los humanos, Madre!
A veces salía a caminar conmigo. Qué tardes eternas de caminata anaranjada y violácea como el ocaso mismo, qué ojos acuosos de charca viva, qué caminos de amistad tan sincera…
A veces salía a caminar conmigo, Madre Luna.
Pero bien sabía, a la noche, que nuestros pasos habían de divergir pronto… en esas noches, tú lo sabes mejor que nadie, cuántas lágrimas han caído, tristes, desganadas, por lo que no podía ser y por la certeza, agradables, comprensivas, de que la vereda de su felicidad estaba, irremediablemente, separada de la mía…
jueves, 27 de mayo de 2010
Jueves Sin Agua
La aurora rasga potente y radiante el papel oscuro de la madrugada. Diez mil golondrinas, oscuras mañaneras ruidosas, juegan a pelear entre gorjeo y grito de teja en teja. Ya hace calor, a pesar de la hora. Un velo grana de lentejuelas doradas se va esparciendo suave sobre el pueblito, medio despierto, rozando apenas azoteas y tejados, preñando todo de púrpura.
No me apetece levantarme. El colchón me abraza con no sé qué fuerza de amante insatisfecho, rogándome que no me vaya aún. La vocecilla obcecada de la obligación me llama desde un recóndito rincón del alma… desde los edificios, las montañas… tan lejana parece.
Mis ojillos se abren despaciosos, con difucultad, como la boquita de un niño que rechaza más alimento, igual de sucios por el sueño recién interrumpido. Necesito una ducha que me abra del todo ojos y demás sentidos.
Bajo la escalera, zombi, maquinalmente, pisando casi el desorden que a sus pies he logrado amontonar en meses de descuido y enfermedades imaginadas. La pintura repelada de cada rincón de la estancia me recuerdan trabajos por hacer y un invierno de agua interminable filtrándose a través de los muros como a veces la tristeza traspasa un corazón caliente. También el patio es un caos descontrolado de tareas congeladas por el diluvio invernal, aderezadas ahora con espontáneos jaramagos, malvas y otra flora silvestre que nadie ha sembrado.
Necesito una ducha. Mi cuerpo desnudo, velado entre mis ojos legañosos y el espejo, es un guiñapo blancuzco manchado de vello ceniciento. Nunca me ha gustado verme reflejado si no era a voluntad propia, menos aún con esta desnudez temprana sin fuerza. Giro el grifo. Un gruñido sordo como la carraspera de un abuelo anuncia lo que menos necesito: No hay agua. Una vez más.
Ayer pasó, lejana entre los edificios, la voz cascada de un altavoz que anunciaba quién sabe qué. El tapicero, supuse, o un vendedor ambulante cualquiera que no se dignó subir callejuela arriba por donde está mi puerta. Ahora puedo imaginar lo que pregonaba la voz enlatada del megáfono, un corte del suministro de aguas. Como tantas veces.
Hay que improvisar, pues… pero no me queda agua embotellada, y lavarme con zumo de naranja no me parece lo más recomendable. Desodorante en axilas y medio litro de gomina en mano me recuerdan que, a pesar de los años que ya corren, hay veces que resulta como si Fuente se hubiese estancado, como el agua turbia, tesoro de aves exóticas, de su famosa laguna, en un tiempo que ahora queda lejano.
“Todo tiempo pasado fue mejor”. Tal vez por eso, más que fastidiarme, este tipo de incidente tan regular, suele pintarme una sonrisa en el rostro: puedo volver atrás sin máquinas del tiempo hechas de fábula. Además, ciertas carencias puntuales, como algunos excesos, dan doble valor a sus opuestos. “Al mal tiempo, buena cara”.
No me apetece levantarme. El colchón me abraza con no sé qué fuerza de amante insatisfecho, rogándome que no me vaya aún. La vocecilla obcecada de la obligación me llama desde un recóndito rincón del alma… desde los edificios, las montañas… tan lejana parece.
Mis ojillos se abren despaciosos, con difucultad, como la boquita de un niño que rechaza más alimento, igual de sucios por el sueño recién interrumpido. Necesito una ducha que me abra del todo ojos y demás sentidos.
Bajo la escalera, zombi, maquinalmente, pisando casi el desorden que a sus pies he logrado amontonar en meses de descuido y enfermedades imaginadas. La pintura repelada de cada rincón de la estancia me recuerdan trabajos por hacer y un invierno de agua interminable filtrándose a través de los muros como a veces la tristeza traspasa un corazón caliente. También el patio es un caos descontrolado de tareas congeladas por el diluvio invernal, aderezadas ahora con espontáneos jaramagos, malvas y otra flora silvestre que nadie ha sembrado.
Necesito una ducha. Mi cuerpo desnudo, velado entre mis ojos legañosos y el espejo, es un guiñapo blancuzco manchado de vello ceniciento. Nunca me ha gustado verme reflejado si no era a voluntad propia, menos aún con esta desnudez temprana sin fuerza. Giro el grifo. Un gruñido sordo como la carraspera de un abuelo anuncia lo que menos necesito: No hay agua. Una vez más.
Ayer pasó, lejana entre los edificios, la voz cascada de un altavoz que anunciaba quién sabe qué. El tapicero, supuse, o un vendedor ambulante cualquiera que no se dignó subir callejuela arriba por donde está mi puerta. Ahora puedo imaginar lo que pregonaba la voz enlatada del megáfono, un corte del suministro de aguas. Como tantas veces.
Hay que improvisar, pues… pero no me queda agua embotellada, y lavarme con zumo de naranja no me parece lo más recomendable. Desodorante en axilas y medio litro de gomina en mano me recuerdan que, a pesar de los años que ya corren, hay veces que resulta como si Fuente se hubiese estancado, como el agua turbia, tesoro de aves exóticas, de su famosa laguna, en un tiempo que ahora queda lejano.
“Todo tiempo pasado fue mejor”. Tal vez por eso, más que fastidiarme, este tipo de incidente tan regular, suele pintarme una sonrisa en el rostro: puedo volver atrás sin máquinas del tiempo hechas de fábula. Además, ciertas carencias puntuales, como algunos excesos, dan doble valor a sus opuestos. “Al mal tiempo, buena cara”.
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