Abre las puertas de esta despensa...

De pequeño, mi repulsión irracional hacia el deporte, y mi obtusa tendencia a estar solo, propiciaron que mi deporte favorito consistiera en encerrarme en la despensa de casa, justo bajo la escalera.Tan confinado espacio, repleto de latas de conserva, pastas, legumbres y botes de Cola-Cao, fue campo de cultivo ideal para las semillas que mi imaginación derrochaba, como era propio a mis escasos años. Fui allí presentador, mago, científico loco y decorador del Un, Dos, Tres... Fui todo lo que quise en cada momento. En modesto homenaje a aquel cubículo preñado de ilusión, vaya este blog donde ser otras mil cosas, ahora que los años no son tan pocos...Abre la puerta y entra en mi despensa, tal vez, aunque sea por un segundo, tu ansia de curiosidad infinita sea, como lo fue la mía en su momento, saciada.

PS. Se admiten comentarios y crítica constructiva, al fin y al cabo es la mejor base para mejorar.



miércoles, 23 de junio de 2010

"El Indio"

Para aquél que tanto me gustaba, pero, por más que lo intenté, jamás llegó a cruzar palabra conmigo. Un beso, doquiera que estés.

Para la mayoría, pasa desapercibido, de mañana con la fresquita o a media tarde, con los cabellos dorados del mediodía sombreando su rostro, en aquel pequeño tractorcillo con el que a veces trabaja. Ahí enclaustrado como un canario en su breve jaulilla, apenas se le ve si uno no presta atención.

Aunque él, al contrario que los pajarillos enjaulados, no cante, algo parece llamarme desde su interior cuando pasa, despacio, Corredera abajo o camino al polvero. Para mí, Madre, lo último que puede pasar es desapercibido.

Se llama Sergio, me ha parecido oírselo llamar vociferando a algún obrero, pero en el pueblo casi todos le conocen como “El Indio”. Es bajito, más bajito que yo, en todo caso, pero le pasa como a esos perfumes tan caros… Es cierto, Madre, que sus rasgos tienen un algo de la América infinita que hace tanto pretendimos descubrir, de ahí el apodo. A mí se me antoja una mezcla de rasgada mirada azteca y pómulos de nativo norteamericano enmarcados en un rostro fuertemente mediterráneo y salado como ese mar que tan lejos queda; con el mentón y la mandíbula fuerte de esos griegos que pelean, o se abrazan, en las vasijas antiguas; que pasan la eternidad de pie cincelados en marmórea petrificación divinizada por la mano del hombre.

Nos encontramos, de manera fortuita, en una de las salas de espera del consultorio, esas pintadas de gris y amarillo que tanto huelen a catarro fingido y botecillos de alcohol, una mañana a primeros de verano. Ya no recuerdo hace cuánto. Por los ventanales, sin importar lo más mínimo los cristales, la fea reja de hierro, o el aire acondicionado, que ronroneaba como un gato cansino, el sol se colaba a calentar aquella estancia de pacientes sin paciencia, sudorosos, que tanto nos quejábamos de tener que esperar turno, aunque luego quisiésemos pasar todos media hora contando penas al médico, cansado del traqueteo de enfermedades diarias y algún que otro susto sin final feliz.

Verle allí, desnudo de maquinaria y sombras, hizo, no bromeo, Madre, que olvidase qué me llevaba hasta la consulta.

Dejé de oír la insoportable letanía de las viejas, y alguna no tan vetusta, sobre el calor, los viejos tiempos, la vecina que anoche, como tantas otras, había recibido la visita de tal o cual chico, los dolores de piernas que más parecían competiciones – si a una le dolía algo, la otra tenía algo que le dolía más - , los precios que estaban por las nubes, el abuelete que murió hacía unos días… hasta el mareo que era la causa de mi espera desesperada pareció ceder al verle.

Allí sentado, sencillo, con la vista perdida en no sé qué recuerdo o preocupación temprana, parecía la recreación carnal surgida de las ágiles manos de un imaginero sevillano. Tranquilo en su espera, impaciente por momentos. La mandíbula tensa en un perfil perfectamente recortado contra la pared blanca. Los ojos negros, inmensos en su estrechez cuasi afeminada, el labio perfecto, serio, provocativo, boca recién extraída de la madera noble de algún árbol milenario con el cuchillo blando, las cejas rotundas, definidas en gruesa amplitud masculina, breves trazos de pincel negro. Los brazos fuertes, redondos, perfilados como un boceto al carboncillo, las manos juntas surcadas en peculiar danza de venas entrelazadas. El amplio pecho, definido in extremis, como un duro cartelón que anunciase una valía sin nombre, el pezón travieso, tierno, rascando la piel de la camiseta en lujuriosa insinuación carnal, las piernas morenas, lisas, como un maniquí vivo amasado de clavo y canela en rama.

Estaba tan serio, tan concentrado en sus Dios sabe qué, sin mirar a nada o a nadie, y yo moría por preguntarle de lejos ¿Dónde estás? ¿En qué piensas?... ¿En quién piensas?

De repente, algún recuerdillo sabroso pasó por su mente y dibujó una fugaz sonrisa en aquel rostro de madera policromada. Mi alma dio un salto. Un escalofrío pequeño y agridulce me atravesó la sien… y volví a la sala de espera de las viejas, las nuevas, los enfermos, los fallecidos, y los muertos en vida… siempre sin dejar de contemplarle, como a esas obras de arte que nada significan para nadie y lo son todo para algunos.

Verle allí, y después, por consiguiente, verle – dónde quiera, daba igual – pasar caminando, o en su vespilla azulona, como el cielo que parecía prometer aquella sonrisa esbozada, doblando como el aire virulento de invierno la esquina de Las Monjas, o en aquella jaula para humanos que hacía surcos en la tierra parda, cubierto de polvo al atardecer, o bajo el cañizo cuando la Boda de Frascuelo, su cara ¡tan guapa!, azebrada de juguetonas sombras su fina estampa impecable , dejando su impronta en aquellas fotos del artista Francés que vino de paso… Verle fumar suave y rudo un cigarrillo al mediodía, tinto en barra, charloteando con los demás obreros, el negro infinito de su pelo corto acariciado a veces por una mano descuidada de sensuales dedos reptantes, verle caminar hacia el universo mismo imaginando lo que su ropa no dejaba ver a las claras…

Verle tan sólo, era como dar un mazazo a espacio y tiempo y quedar impregnado, en segundos eternos, de aquella juventud rebosante de exuberancia, de tanta virilidad concentrada en un ser tan pequeño al lado de ese Universo, pero capaz de ganarle el pulso y minimizarlo en cada epifanía… Verle significaba olvidarme de mí mismo y de todo y todos por esos nimios instantes, quedar quieto, vegetal y revoloteando por dentro, con mil pájaros de fuego dislocados golpeándome fuerte el pecho… Verle era divinizarle sin pretenderlo, extasiándome como los santos que decoran, grotescos, las hornacinas de algunas catedrales…

Tanto es así, Madre, que llegó a tomarme celos, cuentan, su novia… ¡A mí!

“Ese te mira mucho” - Dicen que le dijo alguna vez… no creo que llegue a saber lo que él opina de esos comentarios de zagalilla insegura... ¡Pero qué idea más absurda tener celos de un poeta que sólo vive de fantasías hechas papel entintado! ¡Es como temer que una de esas hojas desgajadas de un arbolillo en otoño destruya una estatua de bronce!

Para mí, en aquellos días de soledad vana, verle era un elixir de vida insulso, un placebo de sol para días grises de lluvia calada, una mentira a las claras que yo, turbiamente, me empeñaba en creer…

No andaré con más rodeos, Madre, ni poesía inintencionadamente preciosista y barata, lo diré con las palabras más claras que sé:
Pasa desapercibido, a veces. Se llama Sergio, pero en el pueblo todos le conocen como “El Indio”. Desde que le vi por primera vez tuve claro que se trataba de un pequeño frasco de perfume, antediluviano como nuestros albores y fresco como las amapolas de esta primavera. Para mí, no es más que todo aquello que siempre deseé y que tanto -¿Por qué, Madre? – sigo temiendo; la esencia perfecta de la virilidad concentrada en un hombrecillo de carne y sexo.

2 comentarios:

  1. Leer este texto me ha llevado a la consulta del médico, a ponerme enfrente de ese chico, a desearlo incluso. Y es que eres único con las palabras: las domas, las retuerces, las exprimes, dando, como siempre, un magnífico resultado: puro sentimiento.

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