La hora de la siesta se desploma, culona y desganada, machacante, sobre los tejados y calles, inundando todo de un sopor efímero y una calor seca que nos caverniza en persianas bajadas y flotantes cortinillas de tela oscura sobre las puertas. Estancias umbrías en mitad de la calima.
Tiempo muerto en vida. Relojes derretidos sin Dalí.
Calle Alondra, árida y seca como el Atacama, silba inaudible una pequeña melodía de brisa caliente y quieta. No se oye un pájaro, un perro, un coche. Las criaturas duermen, o hibernan en el rigor del verano andaluz a la tenue sombrilla de una canal, un tejadillo, bajo los soportales, escondidas en la yedra o la adelfa florida.
En la habitación amarilla, una rajilla de limón encendido, robada al cierre persianero, asoma su cabezuela en dulce juego horizontal sobre mi testa enterrada en el cojín pequeño de la cama grande. Mi cuerpo, sudoroso de la hora desplomada, se abraza a su almohada, callada amante de noches incontables. Lo que guarde de estas tardes, tan parecidas a madrugadas de rota duermevela pasada, como vaticinó, tiempo ha, aquella poetisa andrógina, será sólo el sabor de un alma sola…
El suelo, desafiante, se mantiene frío en la cueva improvisada del mediodía, ahíto de pies descalzos y alguna gota de gazpacho perdida a los vasos. Parece tan alto el techo como una gaviota rara sin alas que desde arriba no grita… los párpados se hunden, el pensamiento es libre…
Calla el mundo afuera en apabullante sofoco dominguero. Dentro, al lado de la cama grande, la cunita chica, rebosando vida aletargada. Respira fuerte Minicé, ¡motecillos del cariño! Celia, mi Celia bonita, preciosa. En un sueño profundo de nuevas realidades descubiertas. Sus ojos, nuevos aún, chispeantes de vida estrenada apenas, ahora cerrados, tan dulces, que parecen emanar ellos el olor melocotón que envuelve a mi sobrinilla como un aura mística de cariño desmedido. ¡Hermoso trocito de existencia temprana! Cascabelea, hasta en su silencio siestero, de sonrisas pueriles y balbuceos que arrancan suave las nuestras cada tarde…
Papá ronca, como un gramófono al final del surco, cansado y profundo, en la habitación del fondo. Resopla mamá en el sofá largo de cuello incómodo, la tele encendida sin volumen en dislocado vaivén de figurillas absurdas e infernales, mudas a Dios gracias.
La hora de la siesta se desploma, desganada y culona, sobre la maraña de callejuelas calientes del pueblo blanco… y mi cabeza escribe, en su sueño aún despierto, todo aquel poema fantástico e irreal que mis dedos vagos jamás serán capaces de atrapar cuando vuelva a estar despierto…
martes, 22 de junio de 2010
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