Abre las puertas de esta despensa...

De pequeño, mi repulsión irracional hacia el deporte, y mi obtusa tendencia a estar solo, propiciaron que mi deporte favorito consistiera en encerrarme en la despensa de casa, justo bajo la escalera.Tan confinado espacio, repleto de latas de conserva, pastas, legumbres y botes de Cola-Cao, fue campo de cultivo ideal para las semillas que mi imaginación derrochaba, como era propio a mis escasos años. Fui allí presentador, mago, científico loco y decorador del Un, Dos, Tres... Fui todo lo que quise en cada momento. En modesto homenaje a aquel cubículo preñado de ilusión, vaya este blog donde ser otras mil cosas, ahora que los años no son tan pocos...Abre la puerta y entra en mi despensa, tal vez, aunque sea por un segundo, tu ansia de curiosidad infinita sea, como lo fue la mía en su momento, saciada.

PS. Se admiten comentarios y crítica constructiva, al fin y al cabo es la mejor base para mejorar.



domingo, 21 de enero de 2018

Presentes pasados.

Eduardo cumple hoy ochenta años. Ochenta años con una lucidez mental y estado físico ante los que no oculto mi más sincera e indolente envidia y mi más profunda admiración. 

Me saluda mientras me comenta, Cruzcampo en mano y sonrisa en labio, la efeméride, que yo desconocía; apenas nos hemos cruzado dos veces frente a aquella barra. Él, con su rubia al lado, yo con mi descafeinado por bandera.

Le doy un apretón de manos, de esos que atraviesan la carne firme y suavemente, y le felicito. Me lo agradece de veras.

No sé exactamente cómo, ya quisiera para mí la lucidez mental de Eduardo, entablamos una conversación distendida que le lleva a relatarme parte de su experiencia. 

Nació en el 38 (1938 para los más jóvenes que apenas saben en el día que viven), a un año de finalizar la barbarie de la Guerra Civil Española y de comenzar la pesadilla de una dictadura que habría de prolongarse aún cuarenta años más - que aún coletea, por desgracia, en minoritarios sectores del país que no saben soltar lastre... pero esa es otra historia que no viene al caso.

Eduardo fue arriero durante años. Con ayuda de sus burros, transportaba arena para los obreros de la construcción de la época. De luna a luna - de sol a sol era un privilegio de clases superiores que dedicaban sus horas al látigo, la iglesia, o el esparcimiento. Habla de sus animales con infinita ternura; su cara tersa como puede estarlo una piel de ochenta inviernos arrugándose en gesto cariñoso.

Relata todo con una calma y una claridad y sosiego contagiosos. 

Sus ojos, ya de por sí vítreos y acuosos, se derraman en pausada lágrima al hablarme de su mujer - que le falta hace ya veinticuatro años - y de sus hijos, de sus siete nietos.

- Perdona hijo, es que me emociono al hablar de la gente que quiero; Mis hijos, mi mujer - en gloria esté -, mis nietecillos...

Yo sí que me emociono por dentro como si un rayo de humanidad me atravesare de parte a parte, removiendo mis entrañas; pero contengo las lágrimas y le sonrío:

- Nada que perdonar, Eduardo. Si usted se emociona es porque está vivo - acierto a decirle torpemente, mientras pienso en otras mil cosas que pudiera decirle con mayor acierto durante los segundos que toma para secar sus mejillas.
Alguien que así se emociona es porque tiene un corazón - no hablo del que galopa entre su pecho subido a un marcapasos desde hace cuatro años - que late de sentimiento impoluto, que bombea cálida sangre por dentro y exhala bocanadas de amor inmaculado hacia afuera, abrazando a todo aquél que se detenga a escucharlo un momento.

Salen en tropel de entre su dentadura, completa, y sus entendederas, transparentes como el arroyuelo de sus ojos, decenas de historias, de anécdotas, recuerdos, caricias... y, de repente, me doy cuenta de que no tengo con qué obsequiarle, y bromeo con la idea de que podría haberme avisado y hubiese traído al menos una velita que soplar juntos.

Eduardo dice, textualmente, que una conversación cabal entre dos personas es el mejor regalo que puede imaginar - y que, seguramente, sus hijos le esperan en casa con una tarta "sorpresa" (con ochenta años ya no hay sorpresas, asegura, aunque siempre agraden).

Me doy cuenta en ese momento de que aquí, el que se ha llevado el regalo por la cara, soy yo.

Un servidor, capaz de estar hablando hasta hacerse un esguince de mandíbula, lleva casi dos horas inmerso, hipnotizado, registrando las palabras de Eduardo en silencio, emocionándose con él sin interrumpirle, viviendo tiempos pretéritos a través de su palabra certera, preclara y amable. Eduardo me ha regalado el placer de callar y escuchar. Oír en toda su dimensión la voz de la experiencia, esa que jamás hay que olvidar sin dejar de
avanzar porque ahí están los cimientos sobre los que iremos cimentando edificios nuevos que servirán de base a los venideros, aún inimaginables.

Ochenta lecciones me ha dado Eduardo, sin pretensión o prepotencia alguna, en el día que cumple ochenta años sobre esta tierra, en unos ochenta minutos o más; sin florituras, sin vanidades, tan sólo hechos envueltos en el cariño y los filtros del tiempo pasado.

Gracias por su precioso presente en forma de pasado vivo. Gracias, buen hombre.

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